Ante una nueva crisis en la Agencia Tributaria
Los casos de corrupción en Hacienda son una excepción y no deben retrasar el debate sobre la Administración tributaria.
De nuevo la Agencia Tributaria y la inspección de los tributos vuelven a tener un protagonismo no deseado. Recientes denuncias sobre posibles casos de corrupción en Cataluña se vienen a sumar a las anteriores acusaciones sobre supuestas amnistías fiscales encubiertas, incumplimiento de objetivos en la lucha contra el fraude o los problemas de personal que de antiguo afectan a la Agencia. En esta ocasión, las noticias involucran a algunos ex altos cargos en Cataluña y adquiere mayor resonancia al tratarse de personas allegadas al actual candidato socialista a la presidencia del Gobierno [José Borrell] y conocido defensor del llamado "Estado fiscal".Los hechos conocidos son lo suficientemente graves, y sin duda justifican la preocupación social que han despertado. Entre los primeros sorprendidos nos encontramos quienes en aquellas fechas ejercíamos puestos de cierta responsabilidad junto a algunas de las personas implicadas en el escándalo. No es el momento ni el lugar de hacer pública nuestra decepción por aquellos lamentables hechos, pero sí de llamar la atención sobre las consecuencias de un asunto en el que hay demasiados intereses en juego, y que puede afectar al futuro de la propia Hacienda pública y su Administración tributaria. No olvidemos que la financiación autonómica es un tema abierto y más de una comunidad está interesada en controlar la aplicación de los impuestos en su territorio.
Por supuesto, resulta muy saludable que cualquier sociedad democrática se preocupe de los impuestos que sus ciudadanos tienen que pagar, tanto al aprobar las distintas leyes como en el control de la Administración encargada de hacer cumplir aquellas obligaciones fiscales. Ahora bien, la transparencia que existe en el debate de las leyes tributarias, donde cada partido o grupo social puede libremente expresar sus preferencias, desgraciadamente no existe cuando se trata de enjuiciar el cumplimiento y la aplicación de las numerosas obligaciones tributarias. Y esto es así por dos razones: por un lado, el respeto de los derechos individuales exige de la Administración tributaria el más estricto deber de secreto y sigilo sobre la información que conoce; y, en segundo lugar, porque la transparencia desaparece cuando la aplicación de los impuestos se pone al servicio de intereses políticos o corporativos, ya sea para acceder al poder o para mantenerse en él. Y esto es especialmente importante si no perdemos de vista que el cumplimiento de las obligaciones fiscales no descansa tanto en el aparato legal para reprimir al defraudador como en la confianza de los ciudadanos en la eficacia de la Administración.
Por ello, quienes trabajan al servicio de la Hacienda pública o conocen las consecuencias de ciertos debates públicos comparten la preocupación por el final de esta larga cadena de episodios lamentables. No se trata de restar importancia a los hechos conocidos, sino de recordar que posiblemente los responsables de aquellos hechos terminen en la calle disfrutando del dinero que de forma ilegal obtuvieron, pero la Administración tributaria seguirá siendo imprescindible en un Estado de derecho que pretenda garantizar de forma efectiva la igualdad de todos sus ciudadanos ante la ley.
Sería lamentable que las conductas reprochables de unos pocos señores terminen por cuestionar el trabajo de esos anónimos funcionarios que cada día ponen sus conocimientos y sus ilusiones al servicio de los intereses públicos, muchas veces incomprendidos y, por supuesto, conscientes de que también cometen errores. Y sería injusto que unos hechos aislados desvirtúen los importantes avances en la lucha contra el fraude, como demuestran las investigaciones sobre facturas falsas, primas únicas o cesiones de crédito.
La preocupación por el control en el ejercicio de estas funciones, cuando menos "delicadas", también es compartida dentro de la Agencia Tributaria. Pero tan absurdo es pensar que la inspección constituye un "reino de taifas" insensible a la opinión pública como afirmar que se mueve en un limbo donde nada es mejorable. Los controles actuales no son pocos y garantizan que aquellas conductas reprochables sean la excepción y no la regla en un colectivo de empleados públicos que, por cierto, llevan siete años con sus retribuciones congeladas y sin ninguna expectativa de carrera profesional. Todos los controles son mejorables, y puestos a hacerlo, habría que empezar por revisar los criterios para cubrir los distintos puestos de trabajo. Actualmente las decisiones más delicadas en la aplicación de los impuestos están en manos de personas cuya valía profesional no se cuestiona, pero son nombrados y destituidos arbitrariamente, condicionando así su independencia.
Lo grave para el ciudadano es que la Agencia Tributaria se convierta en un instrumento al servicio de intereses políticos, electorales o corporativos, y para evitarlo nada mejor que insistir en su profesionalización e imparcialidad, con los controles que sean necesarios. Y esto requiere un gran pacto entre las distintas fuerzas políticas que consensúe un nuevo estatuto orgánico y funcional de la Agencia Tributaria, empezando por definir sus objetivos en la sociedad actual. En esta línea, cuando menos resulta paradójico que se acuse a la inspección de prepotencia cuando se le está imponiendo el objetivo de descubrir "un billón" de pesetas este año (¡), o de no garantizar los derechos de los contribuyentes, como si el dinero que descubre fuese para sus funcionarios. Y no menos decepcionante que a la oposición le parezcan poco ambiciosos aquellos objetivos y se limite a pedir que se cumplan cada mes.
Es el momento de exigir las responsabilidades personales que corresponda, pero sin intoxicar a la opinión pública generalizando unas conductas que son la excepción que existe en todo colectivo humano. Y, sobre todo, es el momento de no retrasar más un debate sereno y riguroso sobre los verdaderos problemas de la Agencia Tributaria y sus soluciones. Sólo así se podrá distinguir a quienes de verdad defienden la eficacia de la Administración frente a quienes la utilizan como instrumento al servicio de intereses inconfesables.
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