Cubano de Kensington
Guillermo Cabrera Infante cumplió setenta años el jueves pasado. Dice que ya lo nota, pues se cayó hace poco en Kensington a las cinco de la tarde, y sólo un hombre de setenta años puede caerse en Kensington a esa hora. Pasea siempre por ese barrio, y conoce todos los recovecos y todas las casas, sus antiguos y sus actuales habitantes; una vez escribió un relato glosando los nombres y las profesiones de todos sus vecinos londinenses, y si la fórmula requerida no hubiera sido el cuento, de los habitantes de ese edificio en el que tiene su casa a ras de tierra hubiera escrito un libro entero, una saga como la sorprendente alegoría de la vida que es La Habana para un infante difunto. Se sabe ese barrio como la palma de su mano, como se sabe La Habana. A él se le puede aplicar ahora por partida doble la frase de Samuel Beckett nunca se deja la isla. Pero ahora su isla son dos, y no sólo Cuba: Kensington, en Londres, es la otra isla de Guillermo Cabrera Infante. Caerse en Kensington, y romperse allí, en medio de los transeúntes, cuatro costillas cubanas supone para él la certificación de la edad, y en el instante en que ocurrió también fue para él la verificación de que no pueda andar ya como si nada. Luego se puso bien y anda de un lado a otro como si no hubiera cumplido esos años: su mujer y sus amigos le llaman Guillermito, y así se sigue comportando, como un chiquillo que hace bromas con las palabras y con la edad también.
La semana próxima se va a Murcia: allí el departamento literario que dirige Victorino Polo en la Universidad le dedica una semana de homenajes; el año pasado recibió el Cervantes, y en Alcalá de Henares recogió el galardón hablando de palabras con Cervantes; él dice que escribe con relaciones de palabras: la palabra es la tercera isla de Cabrera Infante; no se le puede imaginar sino descomponiendo las palabras. Para él la palabra es una patria, y en esa vecindad siente el mar y su melancolía.
Guillermo Cabrera Infante es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, cuya novela Tres tristes tigres introdujo el humor con la música en la literatura escrita en español. Abrió con una fuerza que aún se siente la posibilidad de que el lenguaje local no fuera extraño a la lengua castellana, y el slang habanero formó parte, como un personaje más, de la memoria de ese libro imprescindible para entender la renovación que supuso para la narrativa castellana esa saludable irrupción del boom latinoamericano, de cuya vitalidad sigue viviendo la mirada del lector español. Pudo haber sido un cubano de Madrid, pues aquí llegó nada más exiliarse de la Cuba de Castro; pero, como decía esta misma semana en La Vanguardia, éste era el patio de un convento cuya monja principal era la policía política de Francisco Franco. Eso le hizo rehacer las maletas e instalarse en Londres, en el barrio de Kensington, donde permanece, junto con Miriam Gómez, su bella, ingeniosísima esposa, su alter ego, con la que confunde lo que cuenta hasta convertir la vida oral de ambos en una interminable novela fascinante de anécdotas que a veces parecen de fantasía. Ahí sigue Cabrera Infante, viviendo en Kensington rodeado de una memoria insistente y profunda que siempre tiene el eco de Cuba. Despojado de país, exiliado, nunca ha podido desprenderse de la música de su tierra, y es acaso esa pasión íntima que va con él la que le ha dado continuidad y humor a su obra. Su obra es su cuarta isla, y si uno la visita sin prejuicios encontrará la raíz de su genio, que es también el genio diverso y divertido de la inmensa cultura cubana, en la que el cine, la música, la vida callejera y la memoria parece que viven juntos. Lo que asombra es que en Kensington este cubano nunca haya perdido ese ritmo.
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