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Pedagogos compulsivos

Siempre dando lecciones. Desde que se levantan hasta que se acuestan, no tienen otro propósito en la vida que impartir una lección. Por la mañana, a mediodía, por la noche: ni un minuto puede perderse. De historia, de política, de moral: ninguna materia puede quedar fuera de programa. En cenáculos, en asambleas, en la calle: ningún espacio puede ser desaprovechado. Con la manifestación, con la homilía, con la bomba: ningún instrumento puede ser desechado. Una extraña compulsión los domina, un sinvivir: son como esos pedagogos insufribles, que no saben de nervios ni de relajos, que sólo viven para impartir lecciones. La cosa empezó con el nombre: el nacionalismo es un duro aprendizaje. Cuando allá por los primeros años sesenta, los jóvenes cachorros del nacionalismo vasco irrumpieron en la escena pública venían bien pertrechados de lecciones. Escritas a ciclostil, con el papel aprovechado hasta los márgenes y por las dos caras, en lenguaje mitad monje, mitad soldado. Allí se contaba que "la sociedad política ideal es aquella que se asienta sobre una comunidad homogénea, sobre un núcleo nacional concreto y distinto de otros". Este núcleo se distingue de todos los demás por estar constituido sobre una Etnia -siempre en mayúscula- definida por dos factores esenciales, la lengua y la raza, que la dotan de un genio particular, de una forma de ser diferenciada, de un pensamiento, una concepción filosófica y religiosa del mundo, un carácter.

Para convertirse en Nación, sólo hace falta que la Etnia, consciente de sí, lo quiera. La Nación es, por tanto, el resultado automático de la voluntad de ser de una Etnia. Pero como las razas se han mezclado a lo largo del tiempo y como las lenguas se han confundido hasta el punto de que la mayor parte de la Etnia habla en lengua ajena, hay que someter a traidores y extranjeros a una permanente presión hasta conseguir que la sociedad política, el Estado, alcance el ideal: edificarse sobre una lengua propia y una etnia homogénea. Sin esa pedagogía perversa, la raza languidece, la lengua se esfuma, la etnia se debilita, la nación aborta.

Es cierto que las ideologías evolucionan con el tiempo y la experiencia; que la manifestación de los contenidos más racistas de nuestros nacionalismos se ha suavizado en los últimos años; que desde el momento en que se afirmó que es vasco, o catalán, o gallego, o lo que sea, todo el que vive y trabaja en Euskadi, Cataluña, Galicia, o donde sea, la teoría étnica del nacionalismo ha experimentado notables modificaciones. Pero lo que no ha cambiado ni un ápice es la idea de que la nación se construye sobre la voluntad colectiva de ser. Incluso el nacionalismo catalán, que ha sido de siempre más cultural que étnico, añadió a la bien conocida sentencia una coletilla cargada de intención: es catalán aquel que vive y trabaja en Cataluña y quiere serlo.

En ese querer radica toda la cuestión. Pues hay miles de ciudadanos a quienes les trae sin cuidado ser identificados por su nación, que aborrecen la homogeneidad étnica o cultural, o que prefieren vivir a su aire las emociones nacionales. ¿Qué se hace con ellos? ¿Qué se hace con esos vascos a quienes se les da una higa la nación de pertenencia, o con los que dicen ser vascos y españoles o ni una cosa ni la otra? Si la nación es una voluntad de ser determinada, y ellos no quieren o lo quieren de otro modo, habrá que castigarles sin nervios hasta que aprendan la lección impartida incesantemente, desde las escaleras de Ajuria Enea como desde la cabecera de la manifestación, con el paro de cinco minutos y con la bomba del sábado por la noche. Son como pedagogos compulsivos, incapaces de relajarse ni siquiera cuando han llegado a ser dueños de la calle y del Parlamento, huelguistas a la par que gobernantes.

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