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La guerra en bolas

Vicente Molina Foix

Sé que estoy solo en mi mundo: el fútbol me deja frío, pero los mejores artistas y escritores brillan tanto por su genio como por su pasión futbolística, que hace de muchos de ellos tifosi militantes (aunque sea yo quien se sienta como un apestado en mi rareza). Da gusto leer las páginas deportivas de los periódicos, donde mis novelistas favoritos exhiben su mejor prosa a partir de una camiseta sudada y numerada o un gol de cabeza.También es un hecho asumido que una presentación literaria jamás ha de coincidir con un partido televisado, aunque sólo sea de la máxima rivalidad regional: las ausencias en la sala, que pueden incluir la del propio editor del libro, deslucirán el acto mortalmente. O los teatros. Una función de sábado quedará diezmada de público si a esa hora juegan dos equipos con aspiraciones de copa. Al día siguiente, la prensa centra sus primeras páginas con la noticia de la goleada, desplazando a los lados el bombardeo de Bagdad o la muerte de un violinista legendario. ¿Y no recuerdan la mecha que prendió el fuego que nos llevó a la guerra de las televisiones digitales? El derecho al fútbol, no los derechos humanos.

A todo eso estaba resignado hasta que en los últimos días he tenido que asistir a un repugnante espectáculo, desarrollado esta vez fuera de las canchas y con pantalón largo. No celebro con cohetes la intervención de la OTAN contra Milosevic, pero después de haber seguido el conflicto yugoslavo durante sus largos años sangrientos, soy de los que la juzgan inevitable, aunque también tardía, incompleta y bastante ambigua. Aunque mi simpatía va espontáneamente hacia los albano-kosovares (como antes lo fue hacia los bosnios), entiendo que los serbios, muchos contrarios al dictador que les gobierna, respondan con dolor y rabia a estos bombardeos aliados. Lo que no puede tolerarse es que un grupo de niños mimados cuya única seña de identidad consiste en golpear habilidosamente una bola tenga a su disposición todos los medios, y, más gravemente, los noticieros de la televisión pública, para dar mítines fascistas en un país que interviene en la contienda y donde ellos no dejan de ser unos extranjeros privilegiados.

Me refiero en particular a los telediarios nocturnos de la primera cadena, que siempre veo, y a los comentarios y reportajes del redactor deportivo José Javier Santos el jueves y viernes pasados. Antic y su familia se limitaron a una llorona propaganda proserbia, pero el jugador Mijatovic, a quien yo conocía más por sus amoríos célebres que por sus goles, dijo una frase memorable: "Kosovo; eso es nuestro". Ayer, lunes, le vi envuelto en su bandera genocida marchando codo con codo entre los líderes de Izquierda Unida. ¡Qué degeneración del antiguo concepto marxista de los "compañeros de viaje"! Lo peor vino cuando un tal Paunovic, que juega por lo visto en el Mallorca, se dolió -acosado por el fogonazo de los flashes- de los caídos serbios. "Los muertos de ellos no me importan nada", añadió ante la cámara impasible de la televisión estatal.

Parece razonable que esta escuadra hoy militarizada (no sabía que hubiera tanto infiltrado serbio en el fútbol español) luzca un brazalete negro o se niegue a jugar. Como tienen contratos millonarios y la gente les quiere mucho, sus gestos tendrán repercusión. Menos mal que el informativo de la tarde de ayer en Tele5 se acordó de otros futbolistas de Kosovo con mayores motivos para sentirse víctimas; Agim Xhafa, del Novelda, y Stroni, albanés del Ponte Ourense. Pero estos equipos son de Tercera.

No diré que el fútbol sea una aberración, aunque a mí me parezca una pijada insulsa. Lo aberrante es el grado de captación de las voluntades, de secuestro de energías civiles, de amalgama de pasiones bajas, al que ha llegado en muchos países, desde luego en el nuestro. Por eso a casi nadie le escandaliza el liderazgo colaboracionista y criminoide que los Mijatovic y compañía adquieren impunemente en estos días bélicos, mientras nuestros intelectuales, embobados por la filigrana de un saque de esquina inmejorable, permanecen callados como muertos de una guerra que no va con ellos.

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