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Coreanos

KOLDO UNCETA La polémica surgida en las últimas semanas sobre las ayudas concedidas a la empresa coreana Daewoo para su instalación en Vitoria, a raíz de las objeciones puestas desde la Unión Europea a las mismas, me ha hecho recordar la peculiar manera en que muchos vascos oímos por vez primera, siendo todavía niños, el vocablo "coreano". Eran tiempos de masiva inmigración hacia Euskadi y Cataluña, inmigración proveniente de Castilla, de Andalucía, y de tantos lugares en los que la historia había dado lugar a un panorama con menos trabajo que habitantes. Lugares en los que la subsistencia dependía de la dolorosa decisión de emigrar a otras tierras, bien hacia la próspera Europa (Alemania, Suiza, Francia, Bélgica...), bien hacia sitios como el País Vasco, en la que una nueva fase de la industrialización requería mano de obra para poder seguir avanzando. Eran gentes que llegaban con todas sus pertenencias dentro de una maleta de madera. Atrás quedaban su casa, su pasado, sus costumbres y, a veces, sus familias. En ocasiones llegaban en grupos más amplios, como el de aquél pueblo manchego que cerró su Ayuntamiento, su iglesia, su escuela, para venir -incluidos el cura y el alcalde- a buscar trabajo entre nosotros. Instalados en precarias condiciones, trabajaban horas y horas para poder acceder a un piso en alquiler en el que acomodar de algún modo a su familia. Las mujeres buscaban en el trabajo doméstico a domicilio la posibilidad de sacar unos duros con los que ayudar a vestir y alimentar a sus familias, combinando las tareas del propio hogar con las de hogares ajenos y la atención a los niños, sin olvidarse de preparar la tartera para llevar al tajo la comida del marido y, en ocasiones, la de los hijos mayores. Aquellos emigrantes apenas tenían oportunidad de mezclarse con nosotros -los vascos "de toda la vida"- más allá de las relaciones establecidas en el trabajo, o con la casera encargada de cobrarles la renta. No tenían ocio, pues tenían que emplear todo su tiempo en trabajar y, además, no podían gastar lo poco que ahorraban en ir al cine o a tomar unos potes. Vivían en el extrarradio de nuestros pueblos y ciudades, a veces en auténticos guetos, en casas velozmente construidas para darles acomodo y que dieron lugar a operaciones urbanísticas en las que se hicieron algunas fortunas. Eran los "coreanos" o "maketos", apodo con el que se denominaba a estas personas. Nunca he sabido muy bien porqué lo de "coreanos" y no cualquier otro gentilicio como polacos, egipcios, o afganos. Tal vez Corea representaba en nuestro imaginario popular un lugar despreciable, aquél en el que nunca habríamos querido nacer. Todos estos recuerdos me vienen a la memoria ahora que, varias décadas después, los vascos, a través de nuestras instituciones, suplicamos a los coreanos que inviertan su dinero en Euskadi para proporcionarnos trabajo, y protestamos airadamente porque la Unión Europea nos saca tarjeta roja por incumplir la normativa comunitaria relativa a la política de la competencia. Nos indigna que los burócratas de Bruselas sean tan quisquillosos y acaben provocando que los coreanos se vayan con su dinero a otra parte. Muchos hijos de aquellos "coreanos" de los años 50 y 60 ocupan hoy puestos de responsabilidad entre nosotros, y es posible que hasta algunos de ellos estén inmersos en esta batalla por lograr que los otros coreanos -los asíáticos- se queden definitivamente aquí. Es un síntoma de la positiva transformación social vivida, y de la superación de algunos de los perfiles más infames de nuestro pasado colectivo. Quien sabe si dentro de treinta o cuarenta años no tendremos que pedir trabajo a los hijos de quienes, con tanto desprecio, llamamos ahora "sudacas", "paisas" o "iñakis", demostrando que el racismo, pese a todo, sigue desgraciadamente vivo entre nosotros.

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