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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El cine tiene lengua

Vicente Molina Foix

¿Llegará el día en que el cine no se entienda? Conozco a varias personas entendidas en la cuestión que así lo creen, y Win Wenders, cuyas películas últimas no se entienden de puro pedantes, vaticinó, cuando era el buen director de El amigo americano y París, Texas, que la degradación artística del lenguaje cinematográfico haría que en algunos años una elipsis cómica de Lubitsch o un travelling de Mizoguchi causaran -en vez de sonrisa inteligente o emoción- desconcierto total en el espectador alimentado de telefilmes.No soy muy dado a tocar las trompetas del apocalipsis en materia de arte, pero he pensado en Wenders y en mis amigos más pesimistas al saber que la película Shakespeare enamorado parte este año como gran favorita, con sus 13 nominaciones, para los Oscar de Hollywood. La historia de los premios de la Academia norteamericana está marcada, como la de los Nobel, por sus morrocotudos patinazos, y no merecería otro artículo más comparar a la luz de la historia la lista de olvidados geniales con la de premiados ínfimos. Pero este año se produce un encuentro particularmente significativo en la cumbre de los candidatos. Descartando la bonita fábula de Benigni, que ganará el Oscar a la mejor película extranjera, y el tributo académico (yo diría que de boquilla sólo) a la leyenda de olímpico maldito intermitente que Malick cultiva con su Delgada línea roja, la contienda está entre un artista, Steven Spielberg, y un pegaplanos como John Madden. Lo más posible es que gane este último

¿Tan mala es Shakespeare enamorado? Al contrario. No es nada mala, ni buena, ni fea, ni hermosa (excepto si se tiene por hermosura la prestancia de un traje o un decorado de mucho porte), ni molesta, ni antipática, ni profunda, ni estúpida, ni aburrida, ni arrebatadora. Es agradable de ver, cuenta con dos o tres actores memorables, y en el guión la mano ingeniosa del dramaturgo británico Tom Stoppard se nota para bien, aunque no tiene perdón la acomodaticia mentira sexual (ya denunciada por Ángel Fernández-Santos en estas páginas al reseñarla desde Berlín) que anula la rica, conflictiva personalidad homosexual del gran Christopher Marlowe, y disfraza a Shakespeare de un ligoncete loco -sólo- por las faldas.

El problema es de estricta pobreza cinematográfica, que nada tiene que ver con los grandes medios y el buen gusto evidente en la ambientación histórica. Madden transmite su historia al público, la comunica eficazmente, y muestra su competencia profesional (no en vano sale de las televisiones) en el programa que le ha correspondido realizar. Frente a él -y más nítidamente que Malick o Benigni o Peter Weir- Spielberg representa al artista, uno de los pocos continuadores de la línea (de tan delgada, prácticamente invisible) de grandes directores que en el Hollywood de hoy cultivan el arte del cine y no la ocupación del filmador por empleo. Y estoy hablando sólo de América, del cine comercial, de dos obras concebidas para servir al gusto de la mayoría, no del enrevesado poema de un autor europeo con vocación minoritaria. Las películas de Spielberg gustarán más o menos, y no todas (aunque si a usted, lector, no le gusta ninguna, permítame que le diga que no sabe lo que es el cine), pero en las tres horas de Salvar al soldado Ryan hay lecciones de una artisticidad al modo clásico, es decir, intemporal, que ningún Madden contemporáneo es capaz de dar, y me temo que tampoco de entender. Spielberg narra según la tradición robusta de los antiguos maestros norteamericanos (Ford, King Vidor, Hawks), y a esa escuela se debe la asombrosa media hora primera del desembarco, en la que los mejores atributos del lenguaje del cine cristalizan para confundirse con las palpitaciones de una verdad sin apariencias de ficción. Pero hay una secuencia en la película, la comunicación a la madre de los hermanos Ryan de la tragedia advertida en una oficina de Washington, que encierra ese secreto que mis amigos y el Wenders de antes dan por perdido. En unos pocos planos mudos, el cine nos habla con imágenes de creación, no con ilustraciones o diseños. Si la sutil elocuencia emocional pierde frente a la brillantez de un cromo bien impreso, sí que hay peligro, en efecto, de que este arte con cien años de vida propia y específica se vaya a la mierda.

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