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Paradojas europeas

Juan Luis Cebrián

Por primera vez en la historia, Europa Occidental está gobernada por personas que nunca han hecho la guerra. Durante siglos, la construcción del continente se hizo desde la confrontación de unos pueblos con otros, de unas religiones con otras, de unas razas con otras, y el "derecho a la diferencia" ha sido reivindicado, de ordinario, con más fuerza que el derecho a la igualdad, incluso en tiempos en los que ésta era el estandarte revolucionario más visible. La expresión de ese derecho a ser distinto se ha conformado en torno a las culturas y, demasiadas veces, se ha identificado con las lenguas. Eso explica, también, que los periódicos hayan constituido uno de los elementos más chauvinistas y nacionalistas que imaginarse pueda.Los medios de comunicación se convirtieron así, con frecuencia, en medios de autoidentificación, y me atrevería a decir que de autosatisfacción, de las sociedades en que nacieron. La institucionalización de la prensa, sus relaciones muchas veces reverenciales con el poder, le han llevado a constituirse en un sistema de representación de los intereses nacionales. En cierta ocasión, el ministro del Interior francés acudió al despacho del general De Gaulle a denunciar la actitud del anciano filósofo Jean Paul Sartre, dedicado por entonces al activismo callejero en pro de las causas más radicales. Como sugiriera la conveniencia de detenerle o denunciarle, por escandaloso que resultara, el general acabó pronto con la discusión: "Monsieur Sartre est aussi la France", dijo en tono imperativo. Los directores de los diarios padecen una irrefrenable tendencia a emular al autor de El Ser y la Nada, y a suponer que sus cabeceras pertenecen al acervo cultural, intelectual y político de las sociedades en las que se editan. Qué duda cabe de que el Times -pese a su actual querencia hacia la prensa popular- sigue viéndose a sí mismo como un emblema de Inglaterra, igual que Le Monde lo es de Francia o la FAZ de Alemania. Sin embargo, es muy difícil encontrar publicaciones que expresen abiertamente un sentimiento de identidad europeo. La única que aspira a hacerlo con cierta fortuna, por su carácter global, es, paradójicamente, una americana: The International Herald Tribune.

Tales divagaciones nos conducen, de nuevo, al debate sobre la existencia, y la conveniencia, de una lingua franca en nuestro continente. La identificación de una cultura propiamente europea no comienza sino con la romanización, gracias a la extensión masiva del latín. El Sacro Imperio serviría para remachar esa identidad lingüística con la mucho más poderosa de las convicciones religiosas. De esa especie de ensueños, a veces hechos realidad a base de verter no poca sangre, hemos vivido prácticamente hasta nuestros días. La historia demuestra que las lenguas las crean los pueblos, pero su uso lo dictan los imperios. Arnold Toynbee puso de relieve la paradoja de que, mientras en el Antiguo Testamento la proliferación de idiomas aparece como un tormento y un castigo divino a los arrogantes constructores de la torre de Babel, el primer don que los apóstoles reciben en Pentecostés es el de lenguas. La pluralidad de éstas está considerada, todavía hoy, como una riqueza cultural e histórica de primer orden. Hasta el punto de que algunas, como el gaélico o el euskera, reciben cuantiosas ayudas y subvenciones públicas, a fin de defenderlas contra la invasión del idioma dominante en sus respectivos Estados. Y, sin embargo, dicha pluralidad sigue siendo también un obstáculo para la creación de medios de comunicación que procuren un sentimiento unitario de Europa.

La lengua, las armas y el dinero son, desde casi el principio de los tiempos, los medios de comunicación y de socialización más formidables que haya inventado el ingenio humano. Prácticamente hasta la creación del euro, ese trípode lo constituían en Europa patas de raigambre americana. El inglés es hoy la lingua franca de nuestro continente no por el empuje de Albión, sino por los procesos globales de mundialización, impulsados desde los Estados Unidos de América. El ejército europeo por excelencia, la OTAN, sigue bajo las órdenes de un general americano. Y, hasta hace bien poco, el dólar era el patrón monetario más atendido por las economías de Europa Occidental. No podemos contemplar este fenómeno como un fracaso, sino como un signo de los tiempos.

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La unidad cultural de Europa es tan evidente para quienes nos miran desde fuera como discutible para los que somos sus habitantes. Hasta el punto de que muchos suponen que América no es sino una Europa echada a navegar, en feliz expresión de Jorge Luis Borges. La insistencia en la diversidad de nuestros pueblos no puede empañar la tendencia a la unificación en usos y costumbres, desde la moda a la alimentación, pasando por el cine y el entretenimiento. Tampoco puede considerarse todo suceso de ese género como una pérdida o una alienación. La cuestión está en saber de qué manera los medios de comunicación, multilingües o no, son capaces de contribuir a la construcción de Europa no sólo como federación de intereses, sino también como conjunción de sentimientos. Las experiencias recientes acerca de la creación de periódicos de ámbito europeo no pueden inducirnos al optimismo. Pero el fracaso de The European es menos lamentable que la existencia azarosa de esa cadena televisiva de noticias, amparada por las burocracias oficiales, que se llama Euronews, y que ha conseguido aburrir al público en media docena de idiomas, de acuerdo con los tradicionales usos diplomáticos.

El ensueño de la diferencia, de la diversidad de publicaciones locales o regionales, que sirven a minorías o a identidades parciales, está siendo arrumbado, además, por la concentración empresarial en el sector. Mantenemos medios de expresión entregados al más furibundo y pernicioso casticismo, al amparo y bajo el impulso de conglomerados multinacionales, muchas veces demasiado complacientes o poco combativos frente a los excesos del poder. No hay mejor aliado para los intereses de un gobierno que la actitud supuestamente neutral o apolítica de una empresa extranjera, poseedora de un periódico o una cadena de radio o televisión.

Las cosas no tienen por qué mejorar, necesariamente, en la llamada sociedad global de la información, cuando los progresos digitales y el avance de Internet transformen por completo nuestros actuales hábitos comunicativos. En la sociedad digital, el dominio del inglés es absoluto. Nicholas Negroponte, gurú por excelencia del mundo cibernético, vaticina que, en el futuro, un dominio funcional del inglés será indispensable para desempeñarse en la red: navegar por ella, ser interactivo, informarse e informar a los demás, comprar o vender, aprender y enseñar. Lo compara a las obligaciones de pilotos y controladores aéreos, que utilizan el inglés como medio de trabajo aunque luego hablen entre ellos, en la cabina, en su idioma materno. La extensión del inglés como lingua franca, no sólo en Europa, sino en el mundo, es algo inevitable, y eso afectará también a la sensibilidad y a los sentimientos de identidad de los europeos, entre otras cosas porque la lengua más hablada en Europa es el alemán. Un ciudadano de la Unión Europea, que aspire a ejercer con plenitud todos sus derechos y obligaciones, deberá aprender a expresarse, como mínimo, en dos o tres idiomas.

La diversidad cultural forma parte, intrínsecamente, de la identidad unitaria europea. Es lo que Edgar Morin definió como Unitas multiplex en su libro Penser L'Europe. Pero dicha diversidad tiende a ser uniformizada por la extensión abrasiva del inglés y por los formidables procesos de concentración empresarial en el sector de los medios. En muy pocos años, menos de una docena de compañías estará en disposición de controlar la mayoría de los contenidos de la comunicación en el continente. Serán grupos británicos, alemanes, franceses, quizás italianos. Muchas de las llamadas culturas nacionales y de las identidades locales rendirán sus cuentas de resultados a consejos de administración foráneos. No estoy criticando el fenómeno, sino describiéndolo. La pluralidad europea, su multiplicidad y diversidad, que todos elogiamos y potenciamos, quedará, finalmente, encomendada al cuidado de muy pocas manos, y considerablemente uniformes. Una paradoja más de las muchas con las que habremos de convivir en el siglo venidero.

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El pasado jueves, 25 de febrero, se reunió en el palacio de Schloss Bellevue, residencia oficial del presidente de la República Federal Alemana, un nutrido grupo de intelectuales, políticos, empresarios y periodistas para debatir sobre las causas comunes de la cultura europea. Junto al presidente alemán, Roman Herzog, y el checo, Vaclav Havel, hablaron, entre otros, el ministro de Asuntos Exteriores polaco Bronislaw Geremek, el escritor húngaro György Konrad, el filósofo francés André Glucksmann, el historiador inglés Timothy Garton Ash, lord David Puttnam, productor de cine británico, y Juan Luis Cebrián. Este es el resumen de la intervención del consejero delegado del grupo PRISA y EL PAÍS.

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