Saber lo que comemos
LA POSIBILIDAD de transformar especies animales y vegetales mediante la ingeniería genética suscitó enormes esperanzas hace unos pocos años en el campo de la sanidad y de la alimentación. Podía conseguirse de modo inmediato y con mayor precisión lo mismo que la domesticación tradicional había logrado a lo largo de muchas generaciones. Especies transgénicas son, así, aquellas cuya carga genética ha sido modificada para que presenten alguna característica deseable, ausente en la especie natural: animales cuya leche puede contener principios preventivos de enfermedades, cosechas que resisten el frío, los parásitos o los insecticidas, o que maduran en cualquier momento del año.Mucho de eso es cierto, pero, como en toda nueva tecnología, hay siempre consecuencias colaterales, a veces no previstas, que pueden contrarrestar los beneficios buscados. Por un lado, algunos de estos alimentos podrían ser perjudiciales para la salud, aunque hasta hoy no parece demostrado; por otro, las especies transgénicas pueden mezclarse con las naturales y producir alteraciones en el equilibrio medioambiental. En el Reino Unido se produce estos días un vivo debate sobre ambos aspectos, después de que un científico asegurase haber detectado efecto nocivos para la salud en ratones alimentados con productos transgénicos. Los resultados no han sufrido aún el escrutinio de los expertos; pueden ser correctos, pero por el momento sólo son provisionales. En éste como en otros casos, los medios de comunicación no suelen afinar entre indicios y resultados contrastados y, por tanto, fiables.
Los posibles efectos sobre el medio ambiente de los alimentos transgénicos parecen, sin embargo, más evidentes. Vegetales más resistentes a los insecticidas, por ejemplo, permiten dosis mayores de estos productos en sus plantaciones, lo que puede hacerlas prosperar en un medio en el que desaparecen insectos y todas las otras plantas naturales, con implicaciones sobre las especies animales que se alimentan de ambos. Las cosechas de especies vegetales protegidas genéticamente pueden ser más grandes y duraderas, pero todo lo que las rodea en el ambiente natural podría verse dañado. En defensa de los consumidores, cabe, pues, exigir menos secretismo por parte de las empresas y las administraciones involucradas, y más asesoramiento científico de cuerpos independientes de todas las partes en conflicto. En todo caso, una vez que la información contrastada y creíble esté al alcance del ciudadano, éste tiene el derecho inobjetable a saber si los productos que está comprando contienen ingredientes transgénicos o no. Ello remite a la legislación sobre etiquetado, teóricamente rigurosa en Europa, pero difícil de aplicar, porque en EE UU, principal exportador de productos transgénicos y abanderado de su libre circulación sin trabas, no es obligatorio advertir su presencia cuando éstos no difieren de los naturales.
En este contexto, la partida realmente importante sobre alimentos transgénicos es la que se está desarrollando estos días en Colombia, donde delegados de 170 países intentan contra reloj acordar un Protocolo de Bioseguridad, que regulará su comercio mundial. Como casi siempre, el conflicto subyacente es económico. En Cartagena de Indias se está sustanciando el enfrentamiento, con posiciones muy alejadas, entre países de fuerte exportación agrícola (EE UU, Canadá, Argentina o Australia) con otros menos desarrollados que exigen legítimamente poder controlar las importaciones transgénicas por motivos sanitarios o medioambientales. Pero también sociales o de preservación de su producción autóctona.
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