Mala sangre
POR VEZ primera en medio siglo, un ex primer ministro y otros dos antiguos ministros franceses se sientan en el banquillo acusados de un delito de negligencia criminal en el ejercicio de sus funciones: permitir que se utilizara en 1985 sangre no sometida a los análisis específicos del virus del sida. El juicio, tras seis años de procedimiento y el encarcelamiento de cuatro funcionarios de rango medio, está cargado de alta tensión en un país en el que sólo muy recientemente la justicia se ha ido librando de su sometimiento al poder político. En este sentido, la naturaleza y composición del Tribunal de Justicia de la República, llamado a trazar una clara divisoria entre errores bienintencionados de servidores públicos y abiertos delitos, no es especialmente alentadora. La alambicada instancia político-judicial inventada para un acontecimiento que será su bautismo de fuego está integrada por 12 parlamentarios voluntarios y tres jueces. Los datos del proceso de la sangre contaminada son bien conocidos desde 1992. Al actual presidente de la Asamblea Nacional y ex primer ministro socialista, Laurent Fabius (la jovencísima estrella ascendente del mitterrandismo, todavía con aspiraciones presidenciales), y a dos de sus ministros -Georgina Dufoix, Asuntos Sociales, y Edmond Hervé, Sanidad- se les acusa de homicidio involuntario. Más de 4.000 personas resultaron infectadas por el virus del sida y el 40% de ellas ha muerto. La tragedia del caso, y el origen de la cólera de sus deudos, es que muchas de esas muertes podían haber sido evitadas, porque ese año un laboratorio estadounidense, Abbot, había puesto a punto un sistema para detectar sangre contaminada, y ya en febrero había solicitado su comercialización en Francia. En lugar de aprobar la venta de la prueba, el Gobierno francés esperó varios meses, hasta que el Instituto Pasteur desarrolló un producto similar. A los tres políticos juzgados se les achaca haber retrasado deliberadamente la aprobación del reactivo estadounidense para preservar a la compañía nacional de los efectos de la competencia.
El interés del juicio en curso rebasa con creces sus circunstancias y ámbito específicos. Por un lado ilustra la dificultad de repartir responsabilidades cuando el progreso científico entra en colisión con la retardataria Administración pública (sangre contaminada se usaba también por entonces en Alemania, Reino Unido o Japón, en unos años en que las pruebas sobre el sida no eran del todo fiables). De otro, más importante, ensancha un debate sobre responsabilidad política y culpabilidad personal, acerca de si los servidores públicos deben ser responsabilizados criminalmente de sus errores supuestamente bienintencionados.
Al margen de su desenlace, el proceso, que ha suscitado la viva emoción de los franceses, quizá sirva para que los políticos del país vecino, pero obviamente no sólo ellos, piensen dos veces antes de anteponer intereses privados o discutiblemente nacionales a los evidentemente públicos. Un conflicto que en el simbólico caso que se juzga en París se saldó al irreparable precio de varios centenares de vidas.
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