¡Viva el dolor!
En 1844, el dentista Horace Wells inventó la anestesia y fue recorriendo las ciudades de Norteamérica con una especie de espectáculo ambulante en el que demostraba los efectos narcóticos del protóxido de nitrógeno. Aunque al principio sus colegas lo llamaran charlatán y se riesen de su globo de gas hilarante -en el que había reparado al ver cómo lo utilizaban los magos de algunos circos para provocar la risa de los espectadores y cómo uno de éstos siguió sonriendo tras romperse la tibia contra el borde de un banco-, su hallazgo es, quizá, la mayor victoria obtenida por la raza humana en su interminable lucha contra el dolor. En 1889, William Stewart Halsted le regaló a su novia, la enfermera Caroline Hampton, unos guantes de goma para que los llevase en las intervenciones quirúrgicas y así protegiera su piel de las heridas y eccemas que le producía el sublimado desinfectante con que lavaba sus manos en la sala de operaciones. El gesto de amor de Halsted se convirtió en un paso adelante definitivo en el intento por conseguir la asepsia dentro de los quirófanos.
Jürgen Thorwald cuenta esas dos casualidades transformadas en descubrimientos básicos para la historia de la medicina en su libro El siglo de los cirujanos (Ediciones Destino) y repasa la larga nómina de investigadores que consumieron sus vidas en una carrera contra la enfermedad, el sufrimiento y la muerte: Louis Rehn, que al querer salvar a un joven acuchillado suturó por primera vez un corazón vivo; Edoardo Porro, pionero de la cesárea o Joseph Constantin Carpue, que halló la fórmula para efectuar intervenciones plásticas tras leer un viejo artículo sobre el modo en que curanderos hindúes restauraban la nariz que algún sultán había mandado amputar a un esclavo o un campesino.
Leyendo el libro de Thorwald, uno no puede resistirse a comparar la generosidad de esos hombres y mujeres empeñados en aliviar nuestra existencia con la actitud insolidaria y desalmada de nuestros gobernantes, volcados con un ensañamiento incomprensible en la tarea de racionarnos las medicinas, limitar el derecho de las personas a una sanidad competente y equitativa o cerrar nuestros hospitales. Los políticos siempre tienen explicaciones, pero no porque su inteligencia sea extraordinaria, sino porque su cinismo no conoce límites: no olvidemos el ejemplo de la presunta epidemia de meningitis que aterrorizó al país hace un par de años y cómo, mientras desde el ministerio se aseguraba a los ciudadanos que no existía ningún peligro, algunos miembros del Gobierno corrían a vacunar a sus hijos a una consulta privada. Con esos antecedentes, sospecho que serán muchas las personas que recelen al ver a nuestras máximas autoridades justificar sus últimas decisiones en el terreno sanitario: si se eliminan fármacos de la cobertura de la Seguridad Social es porque los pacientes pretendemos lograr recetas innecesarias, porque nuestro carácter es adictivo e hipocondriaco; si alguien denuncia que en muchas consultas se trata a patadas a los inmigrantes o surgen extraños hongos en los quirófanos, naturalmente no se trata de ningún fallo en el control o supervisión de nuestro sistema, sino de un suceso aislado, sin mayor relevancia; si se reducen al límite las especialidades y los servicios de un hospital emblemático como la clínica Puerta de Hierro para llevarlos a su nueva sede de Majadahonda es, una vez más, por el bien de los usuarios, para asegurar mejores accesos al viejo centro y una atención masiva y rápida a la población del oeste de la capital.
Sin embargo, cada vez que uno de nosotros entra en un hospital se encuentra con un panorama que hace pensar más en la necesidad urgente de construir centros nuevos que en la cerrar los que hay: gente aparcada en los pasillos, listas de espera monstruosas, habitaciones atestadas, doctores que no dan abasto, gente que padece durante horas hasta poder ser atendida. Claro que ni el presidente de la Comunidad, ni el del Insalud, ni el rector de la Autónoma, que son quienes han presentado el proyecto, son una parte de toda esa gente. Ninguno de ellos va a esperar cola para el cardiólogo o el traumatólogo. Así que ya me imagino cómo lo verán ellos desde ese lado: nos encanta la demagogia y nos quejamos de vicio. Duro con nosotros.
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