Se busca interna para compartir habitación en Madrid: 250 euros por cuatro noches al mes
Los anuncios de alquiler más baratos buscan a estas trabajadoras que solo salen del trabajo una noche a la semana. Terminan pagando un coste por día mucho mayor del real por unas estancias que la mayoría comparten con desconocidos
La puerta se abre y dentro de la casa una taza de té verde recién sacada del microondas calienta un salón donde no funcionan los radiadores. Rosa, una mujer ecuatoriana que no especifica su edad, invita a sentarse. Rosa no vive allí aunque por el poder que ejerce en este inmueble —ubicado a 200 metros de la parada de metro de Villaverde Bajo-Cruce— pudiera parecer lo contrario. El 2 de enero a las 8.30 de la mañana la mujer colgó un anuncio en la página Colombianos en Madrid de Facebook donde ofrecía el alquiler de una habitación en un piso compartido. En cinco breves líneas se daban varias premisas, con una por encima del resto: el inquilino debía ser mujer y trabajar como interna. “Hogar cristiano”, advertía además. Según ella, que muestra las conversaciones abiertas del Whatsapp, ha recibido en diez horas “más de 100 solicitudes”. “Es una cosa loca”, dice haciendo scroll en la pantalla.
La búsqueda de una mujer interna responde a una cuestión de rentabilidad y practicidad: de los 30 días que tiene el mes, la mujer solo pasará en la casa, con suerte, las tarde del sábado y algo de los domingos. El precio, fijado en 350 euros, supone un coste por noche —cuatro en todo el mes— de 87,5 euros, el mismo que paga alguien con un alquiler de 2.625 euros al mes. En otros anuncios el precio está en el entorno de los 250 euros porque la habitación es compartida por hasta tres o cuatro mujeres.
Según la hondureña María Salgado, de 31 años, que trabaja como interna con una familia en Vinateros, “sin una habitación, sin un lugar de referencia, es imposible salir del círculo vicioso de nuestros trabajos y cumplir con la expectativa de prosperar”. “Las chicas saben que el precio que pagan por habitaciones en las que solo pueden estar una noche a la semana es un abuso, pero necesitan tener un mínimo hogar por si las cosas se tuercen, las echan del trabajo o sus empleadores fallecen. Los arrendadores son conscientes de esta necesidad y nos exprimen al máximo”, afirma.
En portales inmobiliarios como Idealista, si se busca las habitaciones de alquiler más baratas de Madrid, aparecen decenas de anuncios destinados específicamente a empleadas del hogar en condición de interna. Según colectivos especializados como la Asociación de Mujeres Trabajadoras de Hogar y Cuidados Sedoac, “no hay un registro” con la cifra total del número de trabajadoras internas en Madrid.
Sin levantarse de su silla, una vez que Rosa cuelga varias llamadas que parecen tenerla agobiada, explica que ella, en realidad, es una especie de “comercial” en este submundo del alquiler. “Una intermediaria”, se define sin querer entrar en detalles. Así, mientras sigue calentándose con el té y explica las virtudes de este tercer piso sin ascensor de unos 60 metros cuadrados y tres habitaciones, anuncia que para entrar se debe pagar una fianza de otros 350 euros y manifiesta que no se hace contrato. “Eso es para los Airbnb. Aquí no, aquí se paga en mano a final de mes”, cuenta.
Rosa hace preguntas muy concretas, sobre todo para cerciorarse de que la chica que entre a la habitación sea una interna con trabajo estable y que no vaya a pasar demasiado tiempo en la casa.
“Queremos internas porque, entre otras cosas, sabemos que la comida latinoamericana es muy elaborada y aquí no se puede estar dos horas en la cocina de lunes a viernes. Los domingos no pasa nada, pero no más”, apunta. En un momento dado, Rosa se muestra condescendiente. “Los festivos, si libra, no importa que venga. Bueno, y algún día suelto también, esta es su casa. Esto no es como esos otros lugares donde le alquilan a una interna los sábados y domingos y entre semana, sin que se entere, meten a otras personas. Aquí estarán sus cositas a buen recaudo si se porta bien. Es un hogar de fe, un hogar evangélico”, asegura.
Así lo demuestra un cuadro con una paloma sobre las aguas que representa “al Espíritu Santo”, el único elemento decorativo de un salón con los sillones amontonados y los muebles llenos de cachivaches inservibles. Y así también lo hará saber una de las dos compañeras de piso, una mujer llamada Vivian, de más de 65 años, “pensionista”, que viene de evangelizar en Vallecas. Vivian enseña con gusto la habitación de unos tres metros cuadrados destinada para la interna, donde solo hay una cama con una colcha de Gooffy y un calefactor eléctrico.
“El radiador está sucio, nunca se ha limpiado. No se puede usar”, comenta. “Y los ganchillos de la cortina, esos prometo que los vamos a cambiar”, añade. Al volver al salón, Rosa lanza su último anzuelo:
—Vivian es una hermana en Cristo, una sierva de Dios. Ella orará con la chica, llorará con ella. Pero dense prisa, tengo a 100 personas esperando.
Colas para el baño, y sin usar la cocina
Dentro del mercado del alquiler destinado a las internas, que se mueve sobre todo por el boca a boca, grupos de Facebook o anuncios en páginas web como Milanuncios o Idealista, la oferta de Rosa es considerada “un privilegio inasumible” para la mayoría por el hecho de ser una habitación individual, lo que multiplica el coste. Casi todas las mujeres acuden en sus días libres a estancias que comparten con desconocidos.
La joven María Salgado durmió en Nochebuena y Nochevieja “más calentita que nunca”. A María podría decirse que le correspondieron unos 37,5 centímetros de la cama de 1,5 metros que comparte con cuatro compañeras más —incluida su hermana— en otra habitación de cinco metros cuadrados en Getafe por la que cada una paga 150 euros. El piso lo habitan siete personas en total.
Salgado, que durante el resto del año solo puede salir del trabajo los jueves por la tarde y los domingos por la mañana, considera que “ahora está mejor que antes”, dice refiriéndose a la estancia de Quintana que compartía con ocho individuos.
Salgado llegó en 2017 desde Tegucigalpa, la capital de Honduras y aún no ha conseguido encontrar una alternativa al trabajo como interna en un piso del Camino de Vinateros donde cuida a una anciana desde hace siete años. Fue en la Parroquia de Nuestra Señora del Sagrado Corazón donde Salgado, gracias a sor Pilar —una religiosa rigurosa y vivaz que lleva más de 20 años haciendo de mediadora entre las familias y mujeres extranjeras que quieren trabajar de internas—, consiguió obtener unas condiciones laborales mínimamente dignas. Sor Pilar obliga a los jefes a pagar el salario mínimo y ofrecer un seguro privado si están en situación irregular como era el caso de Salgado. A los tres años, en cuanto la ley se lo permitió, pudo firmar un contrato de trabajo y ya ha obtenido los papeles.
Aún así, su precaria economía y “el miedo a las estafas” le dejan poco margen de maniobra a la hora de elegir un lecho. Al igual que el resto, María, la menor de siete hermanos, envía dinero a su familia cada mes, en su caso unos 600 euros. Descontando el alquiler de la habitación, que paga vía bizum, y los gastos del transporte público, le quedan algo más de 300 euros con los que “intenta ahorrar” y poder pasar al siguiente peldaño: una habitación individual.
“Vivimos sin intimidad, haciendo cola para ir al baño, sin poder usar casi la cocina. Después de siete años, apenas tengo pertenecías porque no tengo un lugar donde dejarlas, donde poder tumbarme y estar sola en mis pensamientos. Yo salgo el domingo por la mañana y vuelvo a entrar en la noche. Tengo unas 12 horas libres. Pago 150 euros para tener donde ir en esas 12 horas y no quedarme en la calle dando vueltas. Cada una nos recostamos en una esquinita, y ahí conversamos no más. No descansas bien, pero tienes un techo”, explica.
“Todas mentimos a nuestras familias”
—Y cuando hablas con tu familia, ¿qué les cuentas?
—Todas mentimos. De lo malo no se dice nada, está prohibido. Les mandamos fotos en lugares bonitos, intentamos estar alegres en las videollamadas, pero luego apagamos el móvil y volvemos a nuestra realidad. Les digo que estoy genial, aunque luego por las noche me pregunto si realmente vale la pena si con este trabajo y estas condiciones de vivienda tengo posibilidades de prosperar.
La mejor amiga de María Salgado es también de Tegucigalpa. Se llama Victoria Rodas, tiene 37 años y cuatro hijos que no ve desde 2017. Trabaja como interna en un barrio adinerado de Madrid. Siempre alquiló habitación hasta que hace unos meses decidió permanecer en su puesto de trabajo incluso en los días libres.
“Me he dado cuenta que por esos precios yo no me lo puedo permitir. Estoy pagando para nada prácticamente”, declara. En su última estancia cerca del metro Antonio Machado, por la que pagaba 185 euros, le tocó “la cama del salón”, que, según cuenta, “muchas noches estaba ocupada por otra persona”. “Ahí me vine abajo y decidí encerrarme en mi habitación de interna, aunque me arriesgo a no tener un plan B si pierdo el trabajo. Pero prefiero eso a un sitio donde no tengo privacidad, donde no puedo recibir visitas, donde hace frío porque está prohibida la calefacción, donde no te puedes duchar porque según la señora hay que venir limpita de casa, donde tienes hasta un horario de llegada y a partir de cierta hora ya no puedes entrar a la casa que pagas”, recuerda. Antes de despedirse, Victoria quiere recalcar algo, “lo que más le duele”:
—Son los propios latinos los que nos aprietan tanto. Los que estuvieron donde estamos nosotras ahora y parece que ya lo olvidaron. No son conscientes del daño que hace no tener un techo.
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