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Reportaje:CIENCIA

Armas letales contra grupos étnicos

En diez años los investigadores estarán preparados para desarrollar virus y bacterias más baratos y mortíferos que los biológicos

Científicos británicos han advertido de la posibilidad de que antes de que acabe la próxima década sea factible fabricar armas biológicas especialmente diseñadas para provocar enfermedades infecciosas mortales en poblaciones genéticamente determinadas, como ciertos grupos étnicos, mediante técnicas de ingeniería genética. La posibilidad de que caigan en países con conflictos étnicos les ha llevado a abrir un debate que permita anticiparse al problema, desarrollando medios de prevención y respuesta.Las armas biológicas serán la pesadilla del siglo XXI, como las nucleares lo han sido de la segunda mitad del actual. A diferencia de éstas, son sencillas de conseguir, muy baratas de fabricar y con una eficacia mortífera superior. Si hasta ahora no se han utilizado con mayor frecuencia es porque nadie puede estar seguro de que la mortal infección no acabe afectando al propio atacante. Pero la posibilidad de obtener armas biológica y genéticamente diseñadas para matar a grupos concretos étnicos, raciales o de género podría cambiar la situación. Y según declararon la pasada semana investigadores británicos, esta posibilidad se está escapando del campo de la ciencia-ficción para entrar, en un plazo entre cinco y diez años, en el de la realidad.

En ocasiones se han extendido rumores de que Israel preparaba un arma semejante "especializada" en atacar a palestinos, y el pasado año se acusó a un científico surafricano, Wouter Basson, de investigar el desarrollo de microorganismos destinados a matar selectivamente a la población negra. Dada la proliferación de conflictos étnicos no es difícil aventurar la variedad de diferentes objetivos que alguien podría intentar diseñar: los propios judíos, los serbios, los croatas, los kurdos, los gitanos... Estados Unidos sospecha que Irak intenta desarrollar un arma específica contra los blancos europeos, y de ahí su obsesión por verificar el desmantelamiento de sus centros de producción de este tipo de armas.

La idea no es nueva. La Biblia cuenta, al hablar de las plagas de Egipto, que los judíos debían marcar sus casas con una señal realizada con sangre de cordero, de forma que los ángeles exterminadores distinguieran a sus víctimas y dieran muerte a los primogénitos egipcios. La muerte selectiva por razones étnicas estaba allí ya expresada, al menos como un deseo, y se valía de un artificio elemental de discriminación. Ahora, la señal puede estar escondida en algo tan íntimo como los genes que nos definen y que también sirven para diferenciarnos, como individuos y como pertenecientes a un determinado grupo.

La novedad es que incluso científicos de una entidad prestigiosa, como la British Medical Association (Asociación Médica Británica), personificados por William Assche, director del área de ciencia y educación, y Vivienne Nathanson, directora de investigación en política de salud, alerten de que esta posibilidad puede ser realidad en un plazo de entre cinco y diez años, debido al acelerado avance de la biología molecular y de investigaciones como la del proyecto Genoma Humano, que permitirá disponer de la cartografía de todos los genes de nuestra especie en un plazo de tres o cuatro años.

Nathanson presentó en Londres el libro Biotechnology weapons and humanity, escrito por Malcolm Dando, del Departamento de Estudios para la Paz de la Universidad de Bradford, en el que se describe un panorama aterrador sobre el poder de semejantes armas y se llama la atención sobre la escasez de medios actualmente disponibles para detectar, evitar y contrarrestar un ataque con ellas.

"Se trata de una tecnología que aún no está disponible, pero puede estarlo en poco tiempo. Disponemos por ello de la oportunidad de buscar medidas de prevención durante el tiempo que tarden en convertirse en una realidad", dijo Nathanson. Pese a la alarma desatada, la consecución de semejantes armas resulta más factible en la teoría que en la práctica. Esencialmente, se trata de localizar diferencias genéticas características de un grupo y manipular genéticamente un microorganismo para que ataque un receptor celular específico. Para ello no es necesario siquiera esperar a que termine el proyecto Genoma Humano, ya que se conocen suficientes características genéticas diferenciadoras como para poder elegir una diana adecuada, y la genética de poblaciones, una especialidad que investiga precisamente esas diferencias, aporta nuevos datos regularmente.

Pero subsiste el problema de asegurar que la discriminación sea perfecta. Por un lado, los grupos humanos son extremadamente parecidos entre sí, a pesar de algunas apariencias, y los cruces entre ellos han sido muy frecuentes. Conseguir definir una diferencia realmente significativa y concreta resulta muy complicado. Por otro lado, la alta tasa de mutabilidad genética de los microorganismos, la misma que les permite adaptarse a todo tipo de situaciones y los está haciendo invulnerables a los antibióticos, podría llevarlos finalmente a infectar también a los grupos que se quería mantener incólumes. Además, no todos los microorganismos son tan fáciles de manipular genéticamente, aunque sólo sea porque se trabaja habitualmente con un pequeño grupo de ellos que no cumplen los requisitos necesarios. Será necesario elegir gérmenes con una alta capacidad infecciosa, cuya diseminación en la zona elegida sea sencilla y rápida, que se contagien con facilidad y que provoquen enfermedades mortales o al menos muy graves. No obstante, la velocidad a la que se desarrolla la biología molecular y su correspondiente aplicación, que es la ingeniería genética, hacen difícil emitir una predicción. Posiblemente, si los esfuerzos dedicados por estas disciplinas a sus objetivos habituales, como la fabricación de fármacos o la mejora de especies de interés industrial, se hubieran dirigido al desarrollo de estas armas, quizá estuviesen ya entre nosotros.

La fabricación, utilización y almacenamiento de armas biológicas ha sido objeto de un convenio internacional, la Convención sobre Armas Biológicas y Toxinas, firmado en 1972 en Moscú y en vigor desde 1975. Firmada por 160 países y ratificada por 142, se sospecha con fundamento que algunos de ellos mantienen amplios programas para el desarrollo de estas armas, como ocurre con China, Libia, Egipto, Corea del Norte, Rusia, Irán, Irak o Taiwan. También se sabe que Israel trabaja en su consecución, aunque se trata de un país no firmante. El caso de Rusia es más que una sospecha, ya que su presidente, Borís Yeltsin, reconoció en 1992, con ocasión del vigésimo aniversario del acuerdo, que durante esas dos décadas se había seguido trabajando en el programa de armas biológicas, aparentemente ya desmantelado.

Desde su entrada en vigor se han producido cuatro reuniones de revisión del convenio que, entre otras cosas, han servido para especificar que en la prohibición se incluían todos los microorganismos que hubiesen sido modificados genéticamente. En lo que no se ha conseguido un acuerdo es en los mecanismos internacionales de verificación y control, lo que hace difícil la operatividad del convenio. Aun si se establecieran, sería complicado saber dónde se llevan a cabo investigaciones para el desarrollo de estas armas, ya que cualquier empresa de biotecnología es susceptible de emplearse con doble propósito sin necesidad de realizar grandes modificaciones en su programa de trabajo.

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