La gripe de Millás
Pasó la pesadilla para Juan José Millás, el escritor y periodista que se atrevió a criticar al Ejército. Los amigos le decían: "No te preocupes, lo van a sobreseer". Como él conoce su íntimo ser hipocondríaco, sabe que no sólo es hipocondríaco para las enfermedades sino también para las noticias, y desde que supo que, en efecto, tenía que declarar ante un juzgado militar -un fiscal, los ujieres que te llevan y te traen, los papeles con gerundios, los interrogatorios- por denunciar los casos Miravete que hay en el Ejército español, desarrolló una gripe pegajosa que se le adhirió al cuerpo como una autocrítica: "Dios mío, qué habré hecho para merecer esta gripe".A su alrededor, todos le repetían: "No será nada, eso no será nada", y él empezó a creer que tanta insistencia sobre la identidad de las dolencias -la denuncia, la gripe- no debía presagiar nada bueno: la palmada que se da al condenado. De pronto, cuando ya la noticia salió a la palestra y las organizaciones profesionales del periodismo empezaron a tomar como suyo el llamado caso Millás, el escritor se despertó al amanecer viviendo hacia atrás: saben sus lectores que esto de cruzar los espejos le resulta fácil, porque además es consciente de que en esta época a veces sólo hay gripe y desolación; pero en esta ocasión se despertó en un tiempo peor, cuando el Ejército era una institución intocable y arrogante que sólo te permitía nombrarle si lo hacías con reverencia y mayúsculas.
La evidencia saltaba a la vista: la solidaridad le vino a Juan José Millás de gente que, como Albert Boadella, todavía tenía presente aquella época de sables a medio desenvainar que se habían hecho titulares de la patria de los españoles, y titulares también del honor, un mundo encerrado en sí mismo, víctima de la peligrosa patología de los autosuficientes, una gripe tan grave. Así que Juan José Millás encubó una gripe atosigante que se metió dentro de su piel y de su abrigo, y andaba por la ciudad pidiendo perdón por si interrumpía con su tos el paso de los transeúntes. Antes de su comparecencia judicial en el juzgado militar de Barcelona, el pasado jueves, muchos de sus amigos hicieron la antigua confabulación telefónica: había que estar allí, en Pau Clarís, 160, arropando a Juan José Millás. ¿Por el frío, por la gripe, sólo por la denuncia? Aquí está otra vez el verso de John Donne: cuando las campanas se ponen a rechinar, cuando se hacen sólidos estos desafueros en virtud de los cuales un ciudadano que escribe no puede tocar la estrella de un militar, esas campanas rechinan por cualquiera que tiene una pluma y la usa en un país democrático donde la vida civil rige las fórmulas de la convivencia.
¿Qué hubiera pasado si la denuncia contra el artículo que escribió Millás para expresar su opinión sobre graves irregularidades cometidas por militares hubieran sido opiniones acerca de lo que pasa en un partido político o en un club de la terdera edad? ¿El trámite que llevó Millás al juzgado, con su parafernalia de citaciones, primeras y segundas instancias, intimidación y gripe, hubiera tenido esa celeridad, tal consecuencia? ¿Si un ciudadano civil hubiera sido tan diestro como este militar que le denunció se hubiera tramitado el papeleo?
Lo que le ha pasado a Millás no es una simple gripe; como se decía en las revistas progresistas de antes, éste es un epifenómeno de nuestro tiempo: vino la democracia, aquí está, ya no hay un ministro del Ejército, ni se oyen sables en los alrededores de los cuarteles, ni siquiera sabemos quién es el capitán general de Canarias. Pero esta patrimonialización de lo que hace el Ejército del secreto sobre lo que pasa dentro de los cuarteles -los casos Miravete que se conocen, los que no se conocen- mantiene esta institución con su aire de dama intocable que rechaza incluso la opinión ajena sobre lo que hace más público. Lo que le pasó a Millás no es un simple resfriado de un escritor irónico que rompe el espejo para ofrecer su paradoja: le puede pasar a cualquiera, como una gripe.
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