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El templo perdido

Vicente Molina Foix

Por razones que hoy no cuento, hace días visité a un brujo en su domicilio. La casa carecía de signos externos, más allá de una estera felpúdica con un dibujo de estrellas. El brujo no tenía enfermera ni recepcionista, pero por lo demás todo en aquella salita de espera con sus revistas del corazón atrasadas encima de la mesa baja resultaba médico. Una señora de mediana edad esperaba su turno, y como el piso era pequeño y las paredes débiles, oíamos la voz y algunas palabras más fuertes que otras de lo que la paciente anterior le decía al adivino. Al cabo de 10 minutos salió ésta del despacho y entró la siguiente; iban juntas, y mientras la primera esperaba a su amiga se sinceró conmigo, como si también a mí me hubiera visto poderes. Se trataba de una mujer educada y dueña de un negocio, pero me confesó que al día siguiente volvería con 100.000 pesetas, la cantidad que el brujo le pedía en adelanto para iniciar sus exorcismos contra una vecina que, según sus sospechas, confirmadas en la consulta, la estaba llevando a la ruina. Salió la segunda señora, las dos se despidieron de mí, y, al ver mi mirada de aprensión a la serpiente disecada que colgaba sobre la mesa del mago, mi confidente quiso inspirarme seguridad en voz baja: "Hágale caso, aunque no se le entienda mucho lo que dice. Este hombre ve más lejos que nosotros".Al margen de mis incursiones ocultistas estaba yo leyendo el bonito libro de Gianni Vattimo Creer que se cree (Paidós), donde el filósofo trata de explicar en primera persona su reencuentro de "medio creyente" con la religión. Ahora que muchos pensadores dirigen sus reflexiones a los menos metafísicos ámbitos religiosos orientales, sorprende ver al italiano hablando de la religión por antonomasia, la católica, la misma que lanza su peor anatema contra los que son como Vattimo. Porque, puesto a la confesión personal, el filósofo incluye en un largo paréntesis del libro, junto al reconocimiento de su homosexualidad, el espinoso asunto del horror que el catolicismo siente por este desvío o aberración. Afortunadamente, Vattimo parece llevar sin desgarro interior la práctica sexual y religiosa, para el dogma de su iglesia contradictorias; él, como muchos de los liberados teológicos, desdeña la enseñanza oficial del cristianismo "trágico y apocalíptico", tan bien representado por el papa Wojtyla, y se inserta en una creencia basada en la kenosis, el abajamiento de Dios a la altura del hombre visto, a partir de una lectura más verdadera de las Escrituras, como amigo y no siervo del Padre. El indudable apego a las divinidades que se da en la cultura y la mentalidad contemporánea tendría que ver, en palabras de Vattimo, "con las condiciones de derrota en las que parece encontrarse la razón frente a muchos problemas que se han agrandado precisamente en la actualidad". Él mismo, desde su medio creencia, postula una religión racional, pero en este retorno a lo sagrado no son pocos los que prefieren la superstición escondida en una pata de gallina o un amuleto astral. Cada vez nos llegan desde Hollywood más tontadas sobrenaturales.

Pero los millones de espectadores jóvenes que hicieron cola para ver Abre los ojos o Rompiendo las olas, y los numerosísimos que adoran el cine suspendido entre el cielo y la tierra de Julio Medem no van en busca de necedades. Ignoro si estos magníficos cineastas son creyentes, y en quién creen si creen; lo que yo creo es que la santa puta de Lars von Trier, los ángeles de Tierra y Los amantes del círculo polar, el misterio de la identidad binaria o trinitaria de la película de Amenábar, provocan emociones por el vértigo de su última (sin)razón incomprensible. ¿Arte supersticioso? Pues yo diría que sí.

Cocteau dijo una vez que el cine era un fakir capaz de hipnotizar y "permitir a un gran número de personas soñar juntas el mismo sueño". Tranquiliza saber que si la ola de conversos al más allá crece, siempre nos quedará el refugio en los templos cinematográficos. El efecto mágico de las imágenes fílmicas no es muy distinto al deseo de dejarse engañar por el encantamiento de lo irracional que tenía aquella señora del brujo que yo visité. Y el cine no sólo es más barato que los espiritismos; si uno no quiere, sus sacerdotes jamás se hacen de carne y hueso.

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