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La madre del mar

Vicente Molina Foix

Viendo bajo techado el mar saltando estos días sobre las escolleras, y llevándose en el ojo de sus olas a los automóviles como valvas de molusco, estás tentado de creer en la repetida frase de Oscar Wilde: la naturaleza imita al arte. El mar, como los hombres, sirve de amable compañía en las horas comunes, pero del mismo modo que al leer una novela o ver una película nuestros ojos -y la imaginación a corta distancia- se fijan más instintivamente en el malo,un temporal furioso, si no vas en el barco del naufragio, resulta el espectáculo más fascinante del mundo inanimado.El mar está tan sobrevalorado como balsa de aceite para zambullirse en tanga durante el verano, como espejo cristalino de un buen atardecer, que olvidamos su papel desestabilizador, irracionalmente machacón, en el horizonte de nuestras vidas. En el memorable pasaje de una de sus novelas marítimas, Pío Baroja se pregunta si hay que ver algún misterioso designio en ese aparente deseo de conquista terrena por la olas de un mar bravo; "asaltan las rocas, se apoderan de ellas; pero como si les faltara la confianza en su dominación, la confianza en su justicia, vuelven atrás con el clamor de un ejército derrotado, en láminas brillantes, en hilos de agua, en blancos espumarajos". Saber que la respuesta a la autopregunta barojiana es negativa constituye la base de ese hechizo que el mar desmadrado (o el fuego en arrebato, o el viento arrasador) ejerce inmemoriablemente sobre el hombre capaz de contemplarlo sin riesgo de muerte.

Ulises, Robinson Crusoe, los capitanes Nemo y Ahab, Shanti Andia. Las irisadas galernas de Turner, los oleajes broncos de Courbet, los mares con un abismo de piedra donde se miran los personajes esquivos de Friedrich, El agua, antes que el aire se hiciera practicable, era el destino primordial de las salidas del hombre fuera de sí, el imán más potente del viaje azaroso que se emprende para vencer "la gran enfermedad del horror al domicilio" (en la frase de Baudelaire). Decorado de engañosa belleza, vientre materno que nos puede nutrir y tragar para siempre, ha de ser una borrasca de invierno vista en la pantalla doméstica o en los periódicos lo que nos recuerde, a lo largo de una tarde remolona de domingo, el valor metafórico de esa causa líquida de permamente temor y temblor estético.

Porque yo crecí junto a un mar mansurrón y de poca marejada, lo que más me gusta es comprobarlo fuerte, cabezón. Mudable y pinturero como un transformista. Así aparece en la película de Xavier Villaverede Finisterre, que se estrena esta semana, batiendo la Costa da Morte como fondo al conflicto de dos hermanos en busca del padre perdido, y en un Atlántico de noche tranquila en la bella escena final de Lisboa donde Chete Lera y Enrique Alcides se encuentran en la explicación de sus mutuas huidas.

Literariamente, al margen de esos formidables lobos oceánicos y náufragos de novela que hemos citado, el mar siempre ha respondido a los deseos de las dos fantasías que el hombre, y por tanto el escritor, se hace de él. La tromba, el fermento, la resaca que arrastra intacta la exaltación (y como prototipos, El barco ebrio de Rimbaud o la Oda marítima de Pessoa). El lugar de reposo donde va a parar una mirada final, la calma de los dioses (así fue observado por Valéry en El cementerio marino). Shakespeare, que de todo ha escrito y todo lo ha visto antes que nadie, viajó frecuentemente en sus comedias y dramas sobre las aguas, pero la imagen que más recurre es la del mar goloso: the never surfeited (el nunca saciado), como es descrito en el acto tercero de La tempestad. Esa glotonería de un elemento natural respecto a los hombres que se dirían sus dueños yo la he visto muy bien expresada recientemente en Titanic, para algunos una película maniquea y tontorrona. A mí no me lo parece, y la razón fundamental de su atractivo probado en millones de espectadores es, diría, el modo subliminal en que refleja el fondo marino. Padre huidizo y traicionero, como lo conocen quienes lo surcan a la aventura, el mar también es madre, y sus hijos, añorando un tiempo anterior a todo viaje, no desdeñan, al menos imaginariamente, volver en plena edad adulta al agua prenatal.

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