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Tribuna
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El Estado facilitador

El Estado del bienestar, paradigma de paz social y de prosperidad genuinamente europeo, se tambalea por los enormes gastos que significa la redistribución de la renta vía los Presupuestos Generales del Estado. El papá Estado se ha visto obligado a hacerse cargo de todo lo que estuviera en crisis y a satisfacer una gran cantidad de servicios públicos como contrapartida al pacto entre los agentes sociales. Pero esta filosofía tiene un freno, que es el de la carga impositiva que está dispuesta a asumir una sociedad para garantizar el mantenimiento de un gasto público por encima de sus posibilidades mediante el recurso al endeudamiento. La disciplina presupuestaria a la que obliga la UE y la globalización de la economía han conseguido dos cosas en esta etapa de bonanza económica: primera, la virtualidad de contener el gasto público sin superar un tope que podría perjudicar las otras economías europeas interconectadas, y segunda, la necesidad de producir a costes lo más bajos posibles, dada la competencia de países terceros que no se ajustan a la lógica de los parámetros occidentales.

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En este contexto, la trama industrial del Estado, llámese INI o llámese SEPI, empieza a tener un valor anacrónico, ya que lo que ha de hacer el Estado es garantizar que las empresas privadas puedan actuar en un marco abierto, estable y facilitarse la labor de crear riqueza y puestos de trabajo. Este Estado facilitador es el que inicia en toda Europa el proceso de las privatizaciones de los grandes monopolios y empresas públicas, con dos objetivos básicos: primero, reducir la nómina de los funcionarios públicos a su cargo, y segundo, y no por ello menos importante, rebajar la carga de deuda pública mediante la venta de activos que tenían un atractivo inversor para los particulares.

La apuesta de los líderes políticos tanto de signo conservador como progresista ha tenido una doble virtualidad. En primer lugar -como ya he apuntado-, desprenderse de las empresas públicas. Y en segundo lugar, buscar nuevas fórmulas de gestión de los servicios públicos. Con mayor o menor intensidad, el fantasma de las privatizaciones sitúa el papel del Estado en el lugar que le corresponde; es decir, el del Estado mínimo entendido como la representación social que facilita la labor a sus ciudadanos, en vez de distorsionarla o de frenarla. A menudo, el hecho de que el Estado se haga cargo de muchas actividades ha sido un factor desmotivador de la iniciativa privada.

En lo que se refiere a la introducción de medidas empresariales en la gestión de los servicios públicos, se están acelerando considerablemente los procesos, aunque nos encontremos al inicio del camino. Cabe recordar, por ejemplo, el concierto del Estado con los colegios privados para garantizar el derecho a la educación, sin necesidad de construir nuevas aulas y de contratar nuevos educadores, o la creación de fundaciones públicas sanitarias para introducir mejoras en la gestión de los centros hospitalarios.

La coexistencia de lo público y de lo privado en la satisfacción de necesidades sociales (sanidad, educación, red viaria) es una realidad tan arraigada que lo que nos hemos de preguntar es cuál de los dos modelos es mejor, más barato y socialmente más útil. En otras palabras, la filosofía de la empresa privada es producir para obtener beneficios, y, cada vez más, producir con calidad para tener satisfecho al cliente. Todo esto, en el marco de unas limitaciones de recursos y asumiendo riesgos. Aplicar esta filosofía al sector público no significa que se esté privatizando el servicio que se ofrece. Al contrario, se están introduciendo medidas de racionalidad desburocratizadora, se está incentivando la eficacia en la prestación de los servicios y se está potenciando la eficiencia en la adecuación de las prestaciones sociales.

En esta perspectiva, lo más importante es definir los parámetros en los que se ha de prestar el servicio público, que éste sea el más favorable para los ciudadanos y que tenga el coste más ajustado posible. Los criterios han de ser consensuados y se han de controlar para garantizar la estricta prestación de los servicios públicos. Es decir, por una parte, el Estado ha de ser facilitador, y por otra, fiscalizador. Si el Estado ha de continuar siendo empresario, lo lógico es que se dote de los instrumentos más idóneos y menos gravosos para realizar esta actividad, acabando de una vez con la dicotomía de lo público como ineficaz y de lo privado como mero negocio.

En el futuro creo que se está dibujando un panorama en el que se ampliará considerablemente la tendencia hacia la gestión privada de lo público en toda su extensión. Los únicos límites a esta tendencia están en la garantía pública de que estos servicios se ajusten a los criterios de justicia y solidaridad necesarios para mantener la cohesión social.

Francesc Hernández es doctor en Ciencias Económicas.

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