Dos páginas de gloria
Recuerdo ahora una de las pocas cosas sensatas que Camilo José Cela ha dicho o hecho en los últimos 30 años. Fue al ganar el Nobel, y sus palabras hacían referencia a la aspereza del medio literario español, donde sólo el que aguanta mucho consigue algo, venía a afirmar el autor de El cipote de Archidona, la resistencia en este caso no es política ni siquiera artística, sino puramente física; aunque aquí seamos todos tan católicos, la fe nos falta (de la caridad mejor ni hablar), lo que se traduce en un olvido de los valores: los santos o figurones más paseados tendrán siempre adoradores, aunque sus contenidos litúrgicos sean pobres y chillones, pero ¡ay! de quien preserve rigurosamente su alma en un almario. Se quedará sin fieles. Ahora bien, cuando el poeta lírico o la gran novelista apartada del mundo tienen salud, las cosas cambian. En España, más que la obra bien hecha se admira la proeza. Si uno es duradero y está ahí el tiempo suficiente para que los ciudadanos se habitúen a él, su arte -naturalmente menos importante que su careto- puede alcanzar una oportunidad de reconocimiento en vida. Eso le ha pasado a Joan Brossa, quien era igual de fundamental hace 30 años, cuando sin haber cumplido los 50 lo mejor de su obra ya estaba hecho, y el medio artístico en el que se movía le menospreciaba burlonamente. La hazaña de llegar a los 79 activamente ha dado margen a que el artista catalán gozase en los últimos años de un culto idolátrico, medallas y coronas incluidas, y a que su muerte tuviera tratamiento de telediario. De haber sufrido la desgracia natural de fallecer pongamos que a los 63, esa doble página de elogio de todos los periódicos (los que nunca pudieron publicar una crítica de sus obras teatrales) habría quedado reducida a un breve sin foto, ni crónica social del entierro. ¿Cómo habrá recibido el lector medianamente informado la bofetada de que un hombre determinante "en el panorama cultural y artístico de la segunda mitad del siglo, tanto en el ámbito catalán como en el marco más amplio de la cultura hispánica" (según uno de sus mejores comentaristas necrológicos, J. J. Navarro Arisa, en El Mundo), le resulte un perfecto desconocido? ¿Se culpará a sí mismo, a los periódicos, que han tardado tanto en difundir la buena nueva, o llevará su queja hasta la ministra de Cultura, que en estos momentos ya debe saber que joan no sólo es nombre de actriz apellidada Collins, ni brossa una marca de cepillo vegetal?
Y es que hay una dureza más profunda en el país que el bendito de don Camilo José no consideró en sus afirmaciones. La fortaleza de la edad siempre es venerable en las sociedades primitivas, pero la materia visionaria, atípica, imposible, de ciertos artistas, ni siquiera la vejez la hace digerible a los de su tribu. Resultaba especialmente truculento ver citados entre los dolientes del entierro a gente de la escena, cuando me consta que los más conocidos directores y actores de todo el ámbito estatal son los principales responsables de que el teatro de Brossa (con una o dos excepciones, entre las que señalo el excelente montaje de El sarau por el Centro Dramático de la Generalitat, en el Romea de Barcelona) no llegara nunca al público. Un teatro que suma más de 100 títulos y 2.000 páginas (en los seis volúmenes de Edicions 62) y a mi juicio sólo es comparable en este siglo a las comedias irrepresentables de Valle-Inclán y a las piezas "bajo la arena" del Lorca más radical, cuya larga ausencia de las carteleras ha marcado el rumbo facilón y trasnochadamente naturalista que hoy impera entre nuestros dramaturgos.
La muerte entristece, aunque ocurra a una edad sazonada, pero lo más triste de la caída fatal de Joan Brossa fue saber que el escritor, en vísperas de cumplir 80 años, aún vivía con la esperanza de estrenar comercialmente en Madrid.
Babelia
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