Año Nuevo
Un escritor ambicioso quería expresar con un hecho la esencia de este fin de milenio pero no encontraba nada que fuera decisivo pese a que el mundo estallaba cada día en pedazos. Le parecía poco importante que una becaria de rodillas en el Despacho Oval le sacara la médula al emperador del planeta y que éste en compensación bombardeara una farmacia de Sudán sin previo aviso. Por lo visto tampoco tenía interés literario que en el mismo paraje donde se asentó el Paraíso Terrenal se reprodujera ahora el mito del pecado original y su castigo bajo otro árbol de la ciencia. Una serpiente tentó a Sadam: si comes del fruto de este árbol prohibido serás como Dios, podrás desarrollar una buena sopa química y tan pronto consigas una ojiva nuclear también serás omnipotente. Dios mandó a unos inspectores para que contaran las manzanas del árbol de la ciencia y viendo que faltaba alguna envió una lluvia de misiles sobre la cabeza de Adán, pero luego remató este coito de acero con la promesa de un redentor que daría salida a sus barriles de petróleo. Acababa de empezar el año 1999 y aunque los monstruos suelen sacar la cabeza cada fin de milenio ninguno de ellos era considerado demasiado terrible por este escritor comprometido con la esencia de las cosas. En los laboratorios se estaban creando animales mitológicos, quimeras, gorgonas, gallos celestiales, mezclas de ratas y arcángeles, los mismos seres fantásticos del libro de Hesiodo. Acababa de ser desmontado genéticamente el gusano más elegante y el principio de la inmortalidad ya se había puesto a hervir en las retortas, pero esto, al parecer, no era nada significativo. Este escritor tampoco creía esencial que los ministros fueran sorprendidos buscando adolescentes en la oscuridad de los parques, ni que el corazón de los jueces ya no distinguiera entre patriotas y asesinos a la hora de dar trasiego a las cárceles. El hambre era todavía el mayor océano del planeta. Un huracán acababa de coronar el cielo de Centroamérica y en el desierto de Argelia otro vendaval de navajas segaba cada sábado varias decenas de gargantas. No obstante, si al escritor le hubieran preguntado qué tragedia caracterizaba este tiempo su respuesta habría sido ésta: el símbolo de la caída era ese ciudadano medio cargado de paquetes que está dispuesto a tragar con cualquier bajeza política o moral con tal de seguir consumiendo hasta el final de sus días.
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