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Tribuna
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El orgullo de la tribu

Soy blanco, madrileño y europeo, pero no me había dado cuenta de que la suerte me sonreía hasta que una campaña de autoafirmación del Gobierno vasco vino a abrirme los ojos. Ser blanco, madrileño y europeo deber ser casi tan bueno como ser blanco, vasco y europeo; bastante mejor que ser negro, inmigrante ilegal, senegalés y africano, e infinitamente mejor que ser mujer y pobre en Bangladesh, provincia de Asia, donde darle un baño de vitriolo a la parienta es un gesto tan común en los maridos como jugar una partida de mus en otras latitudes más favorecidas.El problema es que nadie puede elegir origen ni destino cuando le toca nacer en el planeta Tierra, y, puestos a resignarnos, se impone darle bombo y platillo a lo que nos toca, ensordecernos con nuestra propia murga y desafiar al orbe a que trate de demostrar que hay algo mejor que lo nuestro, a que intente probar que nuestro pueblo no es el mejor pueblo de la Tierra y que ser español, por ejemplo, no es una de las cosas más serias que se pueden ser en el mundo. El "Viva mi pueblo" es una extensión del "Biba yo" de las pintadas infantiles, un primitivo pero eficaz sistema de autoprotección dentro de un clan o de una tribu. El patriotismo, según una cáustica definición del inolvidable Perich, que cito de memoria, consiste en que un imbécil se sienta orgulloso de haber nacido en la casa de al lado de un genio.

Una de las ventajas que las ciudades tan promiscuas y mestizas como Madrid ofrecen a sus habitantes es la de permitirles ser de cualquier parte sin necesidad de exhibir papeles que certifiquen su pedigrí. Un amigo mío nacido en Madrid, residente perpetuo en Madrid y con un deje inequívocamente madrileño en el habla, decidió hace mucho tiempo ser vasco porque su padre, inmigrante en la capital desde los 18 años, había nacido en un pueblo de Vizcaya. Ninguno de sus colegas pusimos reparos a llamarle Iñaki en vez de Nacho de un día para otro, aunque sus padres, forzados por la costumbre, tardaron en reaccionar, y durante unos meses decían que te habías equivocado de número cuando le llamabas por teléfono usando su nuevo nombre. Unos meses después, y siguiendo su ejemplo, otro amigo nos pidió que le llamáramos Jordi porque sus abuelos eran de Lleida y él había empezado a trabajar para una empresa de Barcelona. Así estuvimos llamándole algunos años, hasta que, rizando el rizo del pragmatismo, reconsideró el asunto y hoy se llama Jorge o Jordi según esté a uno u otro lado del puente aéreo.

En Madrid sería extraño encontrar casos como el de aquel compatriota que, a comienzos de los setenta, se encerró, creo que fue en los lavabos, de la Embajada de España en Estocolmo y declaró que no saldría de allí hasta que no le concedieran la nacionalidad sueca. Claro que en aquellos años, los mismos en los que Nacho y Jorge se cambiaron el nombre, nadie quería ser de Madrid, porque a Madrid se le identificaba, de forma tan injusta como palmaria, con el régimen de Franco y con el centralismo, todo un vía crucis para los madrileños que habíamos decidido seguir siéndolo pese a todo y que tratábamos de convencer a nuestros visitantes de que la mayoría de los habitantes de esta ciudad no ejercíamos, sino que sufríamos el centralismo y que entre nuestros presuntos privilegios destacaba el ser objeto de un especialísimo marcaje de los guardianes del orden establecido. Luego vendrían los años de la movida, en los que todo el mundo quería ser de Madrid, vivir en Madrid y convertirse sin mucho esfuerzo en artista o diseñador, porque la movida de Madrid, para seguir moviéndose, necesitaba el combustible de hornadas y hornadas de jóvenes y fotogénicos creadores.

Más tarde llegó Álvarez del Manzano y mandó parar, y hoy por hoy vivir en Madrid vuelve a ser, más que un orgullo, un incordio; más que un privilegio, una condena, más dura todavía para los que se empeñan en seguir siendo artistas o diseñadores en lugar de sumarse a la cola del paro. Una ciudad que se ha vuelto hostil con los músicos callejeros, los cantores de pub, los saltimbanquis aficionados, los poetas de café y las gentes del cabaré y del teatro independiente. A éstos ya no les queda ni siquiera el recurso de refugiarse en La Boca del Lobo, cerrada por el cazador a instancias de la abuela de Caperucita porque estaban pervirtiendo a su nieta con sobredosis de productos culturales políticamente incorrectos y sin la preceptiva homologación municipal.

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