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Reportaje:RELIGIÓN

La mano larga del confesor

Un hispanista norteamericano estudia los procesos de la Inquisición contra curas y frailes que pensaronque la castidad era un desperdicio

Los confesionarios en la época de la Inquisición se convirtieron en una verbena, en la que la transgresión sexual, llamada solicitación, por parte de sacerdotes y religiosos, mayoritariamente con mujeres, fue constante. La importancia que la Contrarreforma dio al sacramento de la penitencia, especialmente tras el Concilio de Trento, propició que el clero, reprimido por las rígidas imposiciones del celibato, que no era una norma en la Iglesia católica antes del primer Concilio lateranense (1123), se desmadrara muy por encima de la letra de la ley. De ello dan fe muchas actas del Santo Oficio, estudiadas por Stephen Haliczer, profesor de Historia de la Universidad estadounidense de Illinois del Norte, de 56 años, que ha plasmado sus investigaciones en un libro, Sexualidad en el confesonario. Un sacramento profanado (Siglo XXI de España Editores, 1998). Haliczer cuenta que, tras la obligación impuesta a los católicos por el cuarto Concilio lateranense (1215) de confesar los pecados una vez al año, y después de que, a raíz del Concilio de Trento (1545-63) la Iglesia desatara su maquinaria represiva, el confesionario se convirtió para los clérigos en el único lugar de contacto y conversación íntima con las mujeres. Y aunque el historiador dice que las solicitaciones fueron "en su mayor parte verbales" -repetición de palabras obscenas, petición a las viudas de que recordaran pormenorizadamente qué hacían con sus maridos, solicitud a las jovencitas de que explicaran detalladamente sus seguramente impuros pensamientos, castigándolas a veces a repetir cincuenta veces el nombre de los órganos sexuales-, cuenta también cómo, con cierta frecuencia, los clérigos pasaron a mayores. El "cuántas veces, hija mía" -y el "incrementemos las veces, hija mía", que cabría añadir, a la vista de los hechos- parece, pues, venir de lejos, y propició que, en expresión de Haliczer, la confesión se erotizara, a veces con la complacencia también de la parte pecadora. Casi tres siglos de persecución por el Santo Oficio no pudieron acabar con el problema.De los 223 procesos completos de acusados entre 1530 y 1819 estudiados por este historiador, 78 casos, más de uno de cada tres, corresponden a clérigos que llegaron del confesionario al coito, y un número equivalente, a la masturbación. Otros se quedaron a medio camino por falta de un lugar seguro donde rematar, aunque los coros de las iglesias, las capillas y las pilas bautismales fueron escenario no infrecuente del interés más que apostólico de los confesores por sus penitentes.

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A la coreografía se unieron, en ocasiones, episodios de fetichismo con objetos de culto, como la utilización para actividades decididamente impropias del cojín que se ponía bajo las imágenes en Semana Santa, o de sadomasoquismo: nada más fácil para alcanzar la perfección espiritual que propinarse unas manitas de latigazos confesor-penitente en algún lugar discreto, mortificaciones que solían terminar como el rosario de la aurora.

Según los manuales, en la confesión debía preguntarse al cristiano por los siete pecados capitales, los diez mandamientos y los cinco sentidos. Pero lo que seguramente los manuales no indicaban era en qué debía ocuparse el clérigo mientras escuchaba a la pecadora. El inquisidor de Córdoba Miguel Ximénez Palomino coincidió en 1607 con una mujer que tuvo excepcional mala suerte con los mercedarios de Baeza, los cuales se le masturbaban uno tras otro "con gran suciedad y lujuria", según contó, mientras ella desgranaba sus pecados. Tras ver proceder al tercero, la buena mujer decidió cambiar de convento.

La masturbación no tuvo carácter de actividad unilateral en todos los casos. En 16 de las ocasiones estudiadas por Haliczer fue mutua, y en otras podría decirse que coral, autogestionada a ambos lados del confesionario. La admisión de homosexualidad por parte de los acusados ante el Santo Oficio fue muy rara, y sólo dos de cada diez confesores homosexuales o bisexuales reconocieron haber llegado a la sodomía. La Inquisición fue ampliamente tolerante con esta modalidad de transgresión, que condenó siempre con gran laxitud y limitándose a menudo a meras amonestaciones, en contraste, apunta el historiador, "con la actitud histérica de los tribunales seglares".

Para el Santo Oficio, pues, era mejor que los curas, puestos a pecar contra el sexto mandamiento, lo hicieran con su propio sexo. Pero se empeñó muy a fondo en lograr denuncias contra los clérigos a los que se les iba la mano, o algo más, con sus penitentes femeninas. Cuando en 1696 la mallorquina Juana Anna Barbassa contó en su lecho de muerte que había tenido siete años de relaciones con el trinitario Sebastián Rigo, su confesor, el jesuita Jorge Fortuny, le negó la absolución hasta que no denunciara a Rigo a la Inquisición.

¿Hubo órdenes más dadas que otras a estos desórdenes? El historiador de Illinois asegura que los más viva la virgen fueron los franciscanos, y los más discretos, los jesuitas. De las actas consultadas, el 26% corresponde al clero secular y el resto a religiosos, entre los que predominan las órdenes mendicantes. Franciscanos, dominicos, carmelitas, trinitarios, agustinos y mercedarios suman el 96,9% de los casos de solicitación sexual estudiados. 72 (el 32%) son hijos de San Francisco, que demostraron pensar, con mayor o menor fogosidad y lujo de detalles, que lo de morir castos, fuera de obra o de palabra, era un desperdicio, mientras que los de San Ignacio dieron prueba de moderación y profesionalidad protagonizando sólo tres expedientes.

El Registro de las acusaciones hechas de 1723 a 1820 tiene 3.775 nombres -981 del clero secular y 2.794 de órdenes religiosas-. Más de un caso diario, considerando sólo los llegados al Santo Oficio -para lo que existía un largo proceso y la necesidad de un mínimo de dos testigos- en esos 97 años, que vuelven a dar a los amigos del hermano lobo como primera orden solicitante. Se llevan el palmarés con 1.297 denuncias (46%), mientras que los jesuitas tienen sólo 92 (3,2%). "El índice menor de delitos de los jesuitas", explica Haliczer, "se debe a su nivel de formación y disciplina más altos. Se cuidaba mucho su aceptación, eran una élite. Los franciscanos eran menos estrictos al escoger a sus aspirantes y tenían menos disciplina. También es cierto que eran una orden más grande y que tuvo un papel amplio en la confesión".

Los castigos a los eclesiásticos solicitantes fueron siempre discretos. Ni torturas ni correctivos similares a los de los pecadores civiles. Se les impedía decir misa, se les mandaba una temporada a un monasterio y pasaban por la cárcel y la confiscación de bienes, pero evitando cualquier escándalo. Algunos aguzaron notablemente el ingenio intentando defenderse. Por ejemplo, Salvador Quijada Castillo, que en 1731, tras cinco meses de encarcelamiento en espera de juicio, argumentó agudamente que las almas del purgatorio estaban pereciendo sin las 144 misas que podía haberles dicho de haber estado libre.

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