Extradición y soberanía
La petición de extradición del general Augusto Pinochet, por la que nadie hubiera dado un céntimo antes de producirse, seguro del ridículo en que caería el ambicioso que se propusiese tamaña hazaña, para sorpresa y alegría de los demócratas del mundo entero ha supuesto un paso decisivo en el largo camino todavía por recorrer para que los derechos humanos no se queden en mera proclamación, sino que en cualquier lugar de la tierra se castigue al que los lesione desde el ejercicio del poder.Precisamente, estos delitos contra la humanidad sólo se pueden cometer desde el Estado y, por tanto, es bien cierto que perseguirlos implica, como alega el Gobierno chileno, poner en entredicho el concepto de soberanía, entendido como suprema potestas, es decir, como un poder absoluto: ab-solutum quiere decir desligado de cualquier otro poder, moral o jurídico, que lo cercene o limite.
Pero no es menos cierto, y así lo tendrá que asumir el Gobierno de Chile, que no cabe ya acudir a la vieja noción de soberanía en un mundo tan estrechamente interconectado y que ha erigido los derechos humanos en fundamento de su acción conjunta. En lo único que lleva razón es en observar que el recorte de soberanía estatal, que por suerte estamos viviendo, se aplica a los Estados pequeños y no a la gran superpotencia que, sin que nadie se atreva a protestar, sigue vulnerando los derechos humanos y la soberanía de los Estados cada vez que lo estima oportuno. También al principio pagaron los impuestos sólo los de abajo, pero a la larga terminan pagando todos.
De la misma manera en un mundo cada vez más sometido a derecho -de ahí el enorme paso dado- las grandes potencias poco a poco también verán recortada una soberanía que se basa, en último término, en el recurso a la fuerza.
El argumento de más peso en contra de la extradición del general a España lo ha enunciado, de manera tan sutil como valiente, el escritor chileno Jorge Edwards -que, conviene recordar, ya se distinguió en la lucha por conseguir la unidad del frente antipinochetista, vinculando en una sola candidatura a la izquierda comunista y socialista con la Democracia Cristiana- al avisar de las posibles consecuencias negativas que este cuestionamiento de la soberanía podría tener sobre la consolidación de la democracia en Chile.
La propuesta de que al general se le juzgue en su país -ya estaría el juez Juan Guzmán preparando los sumarios- es sin duda la solución óptima, pero lamentablemente no parece por ahora realizable. Si se consiguiera que el Ejército tolerase un juicio al viejo general, ya se habría logrado el objetivo final: una democracia plena sin interferencias militares. Pero, esto es, justamente, lo que está por conseguir, y nada ha contribuido tanto a que Chile avance en el proceso de democratización como la petición del juez Garzón. En todo caso, cuanto más tiempo Pinochet permanezca en Inglaterra a la espera de ser juzgado, más verosímil resulta que al final lo sea en su país. Lo que ha quedado en la penumbra en los muchos países en los que se acumulan las voces de admiración por una hazaña que ha colocado a España en la vanguardia de la lucha por la democracia y el respeto de los derechos humanos, es que se trata del mismo juez, que empecinado en la ambición de realizar el derecho y sufriendo no pocas presiones, amenazas y calumnias, sentó en el banquillo al Gobierno de España, representado por dos policías -connivencia que ha quedado demostrada, al comprobarse que había comprado su silencio- sin que ello haya impedido que por vez primera en la historia de España, por grande que haya sido el odio desplegado contra el juez, al que consideraron nada menos que prevaricador por afán de venganza, la cúpula de Interior haya sido condenada a largos años de cárcel por un delito de secuestro. Y el mismo partido que considera hoy positivo para el desarrollo de la democracia en Chile la extradición de Pinochet, se obstina en no reconocer el gran salto que para la consolidación de la democracia en España ha significado que no hayan quedado impunes los crímenes cometidos en nombre de la razón de Estado, concepto tan periclitado como el de soberanía.
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