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Leer durante el viaje

Vicente Molina Foix

Se viaja más que nunca, peor que nunca. Es fácil hacer risa de los japoneses invariables que recorren en grupo las ciudades monumentales siguiendo la enseña de un paraguas rojo enarbolado por su pastor. Todos -los jubilados antes de tiempo por el mercado único y las clases humildes de la antigua Unión Soviética, los estudiantes de alguna ingeniería técnica que pasan el ecuador, los españoles en los puentes que con tanta frecuencia remontan nuestro calendario-, todos tenemos derecho a ver mundo, aunque lo que veamos en el zoco tunecino o las galerías vaticanas esté tan visto en ese mismo momento por facciones de turistas rivales que uno sólo acaba viendo su propia cara en el espejo de un cogote extraño.Las ofertas de las compañías aéreas, los fines de semana en temporada baja, las guías con poco texto y mucha foto. Se viaja más rápido que nunca. Se olvida que el viaje -cuando no es de negocios o circunstancial- nació como una de las bellas artes, una forma moviente de la ficción idéntica a la de las novelas o las pinturas; en ellas buscamos el relajado conocimiento de uno mismo a través de la mediación embellecida que ofrecen las peripecias imaginadas por semejantes nuestros.

Si no se es mochilero de nacimiento o penitente de los caminos de Santiago, lo más apetecible es viajar con comodidad. Con todo el lujo posible, sobre todo si en casa vives estrechamente (recuérdese el éxito ininterrumpido de las novelas románticas en un mundo dominado por la realidad sucia). A mí lo que más me gusta en la vida es escribir y viajar, pero espero no ser tachado de deforme profesional si digo aquí que me resulta inconcebible el viaje sin literatura.

Junto con una habitación con vistas a la cordillera o una cena al fresco en la plaza de Siena, no hay mayor lujo que leer antes o después de la visita lo que un viajero anterior a ti, superior a ti, ha escrito del lugar en el que te hallas. Viajar es engañar al tiempo, tontear con una lejanía que nos crea la ilusión de la irrealidad, y los escritores -como los pintores viajeros- son los reyes de la suprema mentira fantástica.

Stendhal es quizá, con Henry James, el santo patrón de este arte, de esta religión. Sus viajes italianos, que ocupan más de 1.300 densas páginas en el volumen correspondiente de la edición de la Pléiade, siguen siendo hoy una lectura deliciosa, pero el novelista francés no es sólo aquél que se exalta extensamente ante una ópera de Rossini o reflexiona en un paseo romano sobre el carácter de los latinos. Stendhal escribe para nosotros; quiere ser útil, no demostrativo -como lo es Goethe en su propio Viaje a Italia- y por eso completó los relatos mayores con piezas de estricta finalidad práctica. Mis favoritas son el Aviso a las cabezas ligeras que van a Italia que le escribe a su hermana Paulina en una carta de 1824, y la Guía para uso de un viajero a Italia que enfermo en cama le dictó a su amigo Romain Colomb, que se disponía a viajar en 1828. En este último breviario encontramos al gran conocedor del arte y al bon vivant, al viajero experimentado que aconseja no perderse la Villa Borghese ("pero hay que evitar tomar el sol: es uno de los lugares más calenturientos de Roma") pero también insiste en que en Génova uno debe alojarse en la mejor habitación, la número 26, de la Pensión Suiza ("hay que decir: "déme la habitación que un ruso ocupó durante 22 meses" cuesta de 1 a 1,25 francos por día. Enfrente hay un restaurante a la carta").

En España, después de una larga pobreza en ese apartado, se publican revistas muy bien especializadas como Península, se empiezan colecciones como la excelente Biblioteca de Grandes Viajeros de Ediciones B, se pide a los escritores que nos lleven por sus itinerarios ideales, como hace el suplemento dominical El Viajero de este periódico. Las guías Acento de ciudades, una iniciativa francesa que en castellano modifican convenientemente, son recomendables por sus informadas referencias literarias y artísticas, aunque el mismo editor saca Lo Mejor De...., una adelgazada versión que no pasa del mero listado y la ilustración chillona. La tendencia moderna en el género es superficial, reductiva, como la propia dinámica antes aludida del viaje rápido y sincopado. "Se puede ver físicamente Roma en cuatro días; pero ¿se conseguirá placer? ¿Se guardará algún recuerdo claro?" Stendhal conocía las urgentes miserias del turista futuro. En la época de las abreviaturas y los circuitos programados, al viajero le queda una reserva para escapar a la homologación: leer en otros -después de la triste pizza en la cantina de la estación- lo que uno mismo no ha conseguido comerse con los ojos.

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