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Tribuna
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Indignación popular y justa

Sergio Ramírez

Al salir el sol tras la catástrofe que acaba de asolar Nicaragua, nos damos cuenta de que otra vez hemos retrocedido décadas, un retroceso marcado por otros huracanes, y sequías, y erupciones volcánicas, y guerras, y maremotos, y terremotos. En los últimos veinte años, desde el terremoto que destruyó Managua en 1972, cada vez nos hemos parecido más a Sísifo, el personaje mitológico que cuando consigue llevar la piedra hasta la cumbre, la piedra rueda otra vez hasta el fondo del abismo, y tiene entonces que empezar de nuevo a empujarla.Quizá hemos estado empujando hacia arriba esa piedra desde siempre, y desde siempre viéndola rodar otra vez hacia abajo, desde las primeras erupciones, los primeros éxodos, las primeras guerras fratricidas, los primeros aluviones; pero lo único que no hemos perdido nunca es la esperanza. Y sobre todo, nunca hemos perdido la conciencia, y el sentimiento, de que los seres humanos, y su dolor, importan más que cualquier cálculo económico, o que cualquier ambición política.

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En un país pequeño como el nuestro, no hay catástrofe que no afecte toda la vida social, y que no deje de crear un inmediato sentimiento de solidaridad en toda la tribu. La desgracia nos vuelve una sola familia. Todos nos reconocemos de inmediato como vecinos, y hasta los más pobres aparecen en las pantallas de televisión dando lo poco que tienen para quienes en ese momento son más desgraciados que ellos. Es ese espíritu de piedad, de compasión, de solidaridad, el que ningún encono, ninguna confrontación, ha podido destruir entre nosotros.

Somos un país de gente que ofrece esa solidaridad sin cálculos, sin segundos pensamientos; pero, además, un país de gente inteligente, capaz de hacer juicios muy rápidos sobre la conducta de los demás, y averiguar sin dilaciones cuándo esa conducta es correcta, o censurable. Y sobre todo, cuando el juicio recae sobre quienes ejercen el poder público. En momentos de emergencia, el ciudadano común espera que los gobernantes se comporten como él mismo lo está haciendo, sin dobleces. Y es entonces cuando menos valen las máscaras.

Al salir en respaldo de sus hermanos golpeados por el infortunio, con lo que tiene a mano, el nicaragüense aguza su juicio, y se prepara para que nadie lo engañe, una agudeza de sentido ausente por desgracia durante las campañas electorales frente a promesas abstractas envueltas en celofán de colores.

Pero cuando hay ríos que se desbordan y se llevan las casas, cuando hay aludes de lodo que sepultan a miles, cuando hay gente que salvar, que auxiliar, que curar, que alimentar, nada es abstracto. El ciudadano no tolera las promesas falsas ni acepta las mentiras. Reclama que el Gobierno actúe como lo haría él mismo, con decisión y con rapidez. Con el mismo sentimiento de solidaridad, con el mismo cariño, con la misma compasión.

Y si ve que el Gobierno no quiere reconocer la magnitud de la tragedia, si ve que trata de minimizarla, si oye a sus funcionarios decir que esperarán el paso de un satélite fotografiando a Nicaragua desde los cielos lejanos para conocer que hubo daños, se siente indignado; y si otro alto funcionario dice que no hace falta que vengan donaciones de alimentos, porque en Nicaragua hay suficiente comida, todavía se siente más indignado. Y si se excluye a quienes pueden ayudar, como los organismos no gubernamentales, bajo el alegato de un nacionalismo pueril, o de la desconfianza ideológica, aún más indignación todavía. Todo lo que rompe la lógica más elemental, causa indignación.

También sabe la gente que en un país pobre, ya damnificado desde antes, el Gobierno no tiene derecho a rechazar la ayuda médica ofrecida por otros Gobiernos, como ocurrió con el ofrecimiento del Gobierno de Cuba, por razones de antipatía ideológica, porque no es una asistencia médica ofrecida a la persona del presidente, sino al país postrado por la desgracia.

Y hay cosas que la gente no acepta, y otras que le disgustan; y el disgusto es también una forma de juicio político: los ministros vistiendo camisetas rojas para llevar a los hospitales auxilios comprados con fondos públicos, se vuelve chocante. La desgracia explotada con fines politiqueros es algo que disgusta aún a los votantes liberales, y humilla al necesitado de socorro. Porque los damnificados tienen derecho, además, a que los socorran, como vi decir en la televisión a un indignado habitante de Ciudad Darío, que lo había perdido todo. Son ciudadanos que esperan del Gobierno no caridad de ocasión, sino responsabilidad.

Y tampoco esperan encubrimientos de lo que es palpable. Vi el mensaje televisado en solicitud de auxilio a la comunidad internacional del presidente Flores Facusse de Honduras, y me impresionó su sinceridad, y la lealtad con su país. Antes que nada, reconoció que dejaba de lado su orgullo para extender la mano, porque el país estaba destrozado. Que el sufrimiento de los demás debe pesar mucho más que la arrogancia, es algo que no deberíamos salir a averiguarlo afuera.

Siento, por otra parte, a través de las declaraciones del presidente Alemán y de sus ministros, que tienden a ver una conspiración en las manifestaciones de rechazo y de protesta que han empezado a producirse. No deberían verlo así, sino como una prueba de la impotencia, y del desconsuelo que embarga a muchos de entre los más pobres que creían haberlo perdido ya todo y ahora se dan cuenta de que no habían terminado de rodar hasta el fondo. Es a los que han sido electos para gobernar, a quienes les toca cambiar con sus actos concretos, visibles, bien intencionados en favor de la gente, los malos juicios sobre el Gobierno.

No hay duda de que ante una catástrofe como la que vivimos, y cuyas consecuencias totales aún no son visibles, el país debe estar unido. Pero la unión para salir adelante, necesita una cabeza confiable para todos, que es un presidente capaz de convocar a todo el mundo, dejando de un lado los rencores, las antipatías y los prejuicios. Y capaz de quitarse la camiseta roja, él y sus ministros.

Ése es el único pacto que los nicaragüenses estarían dispuestos a aceptar.

Sergio Ramírez es escritor nicaragüense y ex vicepresidente sandinista.

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