Trasero alpino

Cuando hay la certeza de encontrarse ante un artista verdadero, siempre se rastrea su trabajo. Se le sigue en busca de sus claves más íntimas. Gilles Jobin (Lausana, 1964) nos deja entrar en su vida artística a través del más descarnado y antiguo de los espejos escénicos: el desnudo, su propio cuerp, que es atomizado y despiezado con aparente calma por los movimientos y por el ojo del público que asiste al espectáculo.Esta vez, el peculiar artista no está solo en escena, sino que le acompañan tres mujeres que hacen eficazmente su papel. Los estrechos ciclos del material coreográfico obtenido están articulados a través de un esfuerzo plástico considerable, utilizando de la pose estática y de las luces rasantes y de alto contraste, para conseguir finalmente un efecto innovador con los filmes que se proyectan, que virtualmente tatúan los cuerpos.

Jobin hace una apología (y de hecho se inspira) en un raro artista, Franko B., lo que llamamos hoy un performer, que aparece en una sórdida e impactante película al final de la obra, y donde entre equívocos chispazos de humor, muestra su expresividad poética.

Se trata de un arte rupturista a la vez que lírico, no faltándose a su propia poesía, en la que hay sin duda desgarramiento y soledad.

Esa excelente música contribuye a rodear de sensualidad dúos y tríos, hasta llegar a la potente variación masculina de Gilles, que es sin duda lo mejor de la velada, un baile de apenas dos minutos lleno de nueva armonía y de una profunda tensión electrónica y que pudiera llamarse La soledad del bakaladero de fondo, una carrera que aparentemente se dirige hacia ninguna parte, a modo de círculo infinito, donde la respuesta airada la da sobre todo el bailarín, mostrando al espectador su trasero alpino.