Caen las hojas, se abre la veda
Nos encontramos a las puertas de una de las épocas más pletóricas de la cocina, una temporada, la de la caza, que constituye un placer sin límites para un gastrónomo y que es, por extensión, el momento más favorable para el lucimiento en los fogones, el ser o no ser de un cocinero. Redescubrimos el cambio de estación, el paso del verano al otoño y con ello se agolpan recuerdos que parecían perdidos. Colores ocres y rojizos, paisajes crepusculares difíciles de olvidar, aromas a bosque que durante el estío quedaron temporalmente suspendidos, parcialmente aletargados al ser sustituidos por sabores fríos y salinos, tonos chillones y llamativos. Ha llegado la hora de la satisfacción palatial, el momento tan esperado de la realización personal ante las joyas cinegéticas que la naturaleza y la habilidad de los cazadores brindan. Una culinaria tradicional pausada que despierta pasiones, muchas veces compartidas de cazadores y buscadores de setas. Todos ellos amantes de la naturaleza, ecologístas convencidos y refinados gastrónomos. La cocina de la caza y las setas es además un arte de antaño que se pierde en la noche de los tiempos, que se debate paradójicamente, es el signo de esta época, entre perpetuar las tradiciones y servir a la inevitable y necesaria evolución. Hoy en día se intenta más que nunca recuperar las esencias mismas de la naturaleza, la ligereza, la plenitud de sabores y aromas, pero no quedan muy lejanos los tiempos en que la caza se comía faisandé, es decir, sin usar este edulcorado eufemismo: podrida. Es evidente que hace cien años no se conocían los refrigeradores. La caza debía comerse en extremo punto de asentamiento: para hacerse una idea, un faisán cazado el Martes de Carnaval sólo podía comerse en Pascua. De ahí el término faisandage. Ahora cualquier cocinillas, por poco experimentado que sea, se sabe de corrillo que, a pesar de ser necesario un periodo de asentamiento para ablandar estas carnes salvajes desprovistas de la ternura y de la grasa de un animal criado (un conejo salvaje gordo es un animal enfermo), ni de lejos es el que antes se le otorgaba. De ser precavido al extremo de la putrefacción va un abismo. En la actualidad todos coinciden que el asentamiento de las distintas piezas debe de estar entre los dos y tres días, salvo la becada y la perdiz roja en lo referente a la caza de pluma y el jabalí en las mayores, que debe alargarse como máximo a seis días. Los pequeños pájaros deben ser consumidos a punta de fusil, es decir, en el mismo día en que son abatidos. Las aves cazadas deben ser conservadas con plumas y con sus interiores. Una batalla por lograr que la comercialización de estas aves se haga así, sin eviscerar, fue plenamente ganada por los cocineros de Eurotoques frente a las rígidas normas sanitarias europeas, que lo prohibían radicalmente. Por el contrario, la caza de pelo, debe conservarse con su piel, pero debidamente eviscerada. Otro consejo importante es que estas piezas se conserven en estancias aireadas a una temperatura que puede variar entre 1º y 5º grados como máximo y de poder ser, no en el refrigerador, donde bajo el efecto del frío y la falta de circulación de aire, la sangre se coagula y, por tanto, la pieza se reseca. Es preciso, igualmente, no olvidar que cuando se compra caza en el mercado se desconoce el tiempo que lleva ya abatida. Por eso hay que extremar estas precauciones. Sin disparar un solo tiro se puede dar un rápido paseo por las mejores mesas de caza del País Vasco. Esta particular montería a tiro hecho puede comenzar por todo un clásico trasladado de Renteria hasta San Sebastián, el refinado Panier Fleuri desde el que se divisan los emergentes cubos del Kursaal de Rafael Moneo. Allí se pueden encontrar los platos más tradicionales de caza con salsas de auténtico terciopelo. A destacar, sin duda, un animal que estará en temporada no dentro de mucho tiempo: la becada, en este caso a la sangre flambeada al armagnac. En el Zuberoa de Oiartzun también se borda la culinaria de caza. En los últimos tiempos son de resaltar sobre todo sus brillantísimos risottos de Idiazabal que acompañan a aves tan sublimes como la tórtola (ya en sus últimas apariciones esta temporada) o los sangrantes lomos de paloma torcaz. Otro de los lugares más emblemáticos de esta cocina cinegética se encuentra en Galdakao, allí en los dos restaurantes de la familia Asua, el veterano Andra Mari o el pimpante Aretxondo, ofrecen siempre un recital cambiante y sugerente de estas carnes salvajes y otoñales. Así, sirvan algunos ejemplos como el consomé de corzo con sus albóndigas, la ensalada de faisán y perdiz con lentejas templadas, las maldices con setas de otoño o el civet de liebre con sus chuletillas. Otro lugar donde el otoño se convierte en una fiesta gastronómica es el Zortziko bilbaíno donde Daniel García ofrece los platos más atrevidos que uno pueda imaginar tanto en la variadísima caza de pelo y pluma como en un complemento que aquí cobra el carácter protagonista, como son las setas otoñales. Inolvidables resultan sus milhojas de perdiz escabechada al aroma de tomillo, la paloma en salsa de moras silvestres o el conejo relleno de ciruelas. Pero si hay un lugar que es un templo de este tipo de culinaria hay que referirse irremediablemente al Jolastoki de la localidad vizcaína de Getxo. Allí desde hace muchos años el inolvidable Sabino Arana, que desgraciadamente nos dejó en el verano del año anterior, cultivó como pocos las nuevas formas de este tipo de culinaria de la que se puede decir que ha sido un auténtico pionero. Siempre dentro del respeto de las tradiciones y con el marchamo de la autenticidad. Afortunadamente hoy sigue en la brecha de este maravilloso restaurante su esposa Begoña, así como sus hijos Sabin, al frente de la cocina, y su hija Itxaso como sumiller que mantienen en alto la llama de la gran cocina vizcaína. Ha sido una casa precursora en el punto maravilloso de sus asados de caza, plenos de sabor y de jugosidad. Poca vistosidad en sus presentaciones, pero máximo el jugo que se saca de esas carnes. Todavía se podía gozar hasta hace unos días con ese bocado de fin de verano que es la tórtola asada, pero más tarde se comenzó ya a disfrutar con otras aves asadas y en su punto sangrante, como la paloma, las delicadas malvices, o con piezas de caza mayor, como el venado y el jabalí y más tarde la chocha, como así llaman a la becada en estas tierras vizcaínas. En Jolastoki se muestra la caza con mayúsculas, no solo en todo su esplendor sino, sobre todo, con toda naturalidad.
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