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La humanidad contra Pinochet

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Y MERCEDES GARCÍA ARÁNCuando hace algún tiempo dos jueces españoles plantearon su competencia para juzgar los crímenes cometidos bajo las dictaduras chilena y argentina, algunos ciudadanos reaccionaron con extrañeza y escepticismo. Una pregunta se formulaba expresa o tácitamente: ¿qué interés tiene España en perseguir unos hechos que han ocurrido fuera de sus fronteras, por muy graves que sean? Y, especialmente, ¿cómo puede un Estado inmiscuirse en los problemas políticos de otro que ya los ha dado por concluidos? Son preguntas que no sólo estaban en la calle, sino que se reflejaban también en los sucesivos escritos de la fiscalía negando la competencia española y obstaculizando la iniciativa de los jueces de la Audiencia Nacional.

Acontecimientos posteriores -como la resolución del Parlamento Europeo (18 de septiembre de 1997) animando a los jueces españoles "a proseguir en su labor" en el caso chileno- y sobre todo, la sorpresiva detención de Pinochet en Londres, por orden del juez Garzón y de las autoridades británicas, han demostrado que quienes apoyábamos la competencia española no éramos un grupo de ilusos. Pero, sobre todo, confirman la respuesta a esa pregunta ciudadana sobre el interés español en estos hechos (que ha sido también el hilo conductor del dictamen que hemos elaborado un grupo de jusristas), y que no es otra que la siguiente: España está interesada en perseguir estos crímenes porque es miembro de una comunidad internacional que ha sido lesionada por ello, como demuestra la intervención británica. Más aún: España no sólo puede, sino que está obligada a perseguir, juzgar y condenar a los culpables de esos crímenes. Probablemente, el mayor de ellos es Augusto Pinochet.

La pertenencia a una comunidad internacional con intereses comunes supone para España y para otros muchos países asumir compromisos en la persecución de crímenes contra la humanidad, aunque se hayan cometido fuera de nuestras fronteras. precisamente porque la justicia del país en que se cometieron (Chile) no pudo o no la dejaron enjuiciarlos.

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La persecución sin fronteras del terrorismo, el genocidio o la tortura está recogida en tratados internacionales, que afirman el compromiso y la obligación de intervenir de cualquier Estado. Estamos hablando básicamente de: los Estatutos y la sentencia del Tribunal de Núremberg sobre la represión internacional de los crímenes contra la humanidad, del Convenio contra el Genocidio de 1948, de los cuatro Convenios de Ginebra de 1949, que establecen el principio de justicia universal, del Convenio sobre la Tortura de 1984 y del Pacto de Nueva York de 1966, que garantiza a las víctimas el derecho a la justicia.

Pero, además, España ha incorporado, en la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 (art. 23.4), el principio de justicia universal, por el que los tribunales españoles son competentes para juzgar hechos (incluso anteriores a 1985) de terrorismo, genocidio y tortura cometidos en el extranjero. Los argumentos estrictamente jurídicos para calificar así el comportamiento de Pinochet son muy sólidos: se ejerció la violencia como método de eliminación de la disidencia política, de forma organizada desde los aparatos estatales y con el propósito de exterminar a un grupo de población, por orden de quien mandó en Chile desde 1973: el general Pinochet.

La conducta de Pinochet encaja en el concepto de crimen contra la humanidad recogido en el Estatuto de Núremberg. El compromiso internacional de persecución no se basa sólo en la extraordinaria gravedad de los hechos; los múltiples atentados contra la vida, la libertad o los derechos humanos no permitirían por sí solos la intervención internacional si los consideráramos aisladamente. Adquieren esa dimensión de crimen contra la humanidad cuando se cometen desde un Estado que utiliza sus instrumentos de poder para dar órdenes de eliminar sistemáticamente ciudadanos, lo que ni el mismo Pinochet niega, puesto que ha utilizado el argumento de que los subordinados actuaban en obediencia debida al cumplirlas. Y todo ello pervirtiendo abiertamente sus propias leyes internas, porque ninguna ley chilena autorizaba la tortura, el asesinato o la desaparición de ciudadanos.

El 18 de diciembre de 1992, la Asamblea General de las Naciones Unidas declaraba, en relación con la desaparición forzada de personas, que ésta es una práctica que debe incluirse dentro de los crímenes contra la humanidad y debe ser calificada de "crimen continuado", lo que la acerca a un crimen imprescriptible. Ésta es la situación ante la que la comunidad internacional no puede permanecer impasible, escudándose en argumentos de no intervención. Primero, porque si lo hiciera abdicaría de todos los principios destinados a proteger los más elementales derechos humanos frente a la actuación de Estados dominados por la tiranía; y segundo, porque esos mismos principios se reflejan también en una batería de acuerdos internacionales destinados a evitar la impunidad: estamos ante crímenes imprescriptibles (no susceptibles de "olvido"), frente a los que no cabe asilo, inmunidad diplomática ni cualquier ley interna destinada a impedir su persecución o castigo. Porque el sujeto ofendido, la víctima en sentido amplio, es la propia humanidad. Por eso es la humanidad la que persigue y perseguirá a Pinochet.

Por eso no valen las apelaciones a la no injerencia, ni cabe ver en la actuación española y británica una agresión contra el actual régimen político chileno, ni contra su Ejército o sus instituciones. Tampoco cabe escudarse en los obstáculos diplomáticos o políticos. En palabras más gráficas: España o el Reino Unido no están juzgando o persiguiendo a Chile, sino, con mayor propiedad, la comunidad internacional está persiguiendo a un sujeto que, cuando representaba al Estado chileno, utilizó su poder en contra de sus propios ciudadanos, de forma tan espantosa que su conducta es considerada por el derecho internacional como crimen internacional de Estado. Como dijo en 1994 la Comisión creada para estudiar el Estatuto de un Tribunal Penal Internacional, de acuerdo a los principios de Núremberg y Tokio, "los crímenes contra las leyes de las naciones fueron cometidos por hombres, no por entidades abstractas".

Los recientes esfuerzos encaminados a la constitución de un Tribunal Penal Internacional todavía no se han consolidado. Mientras tanto, el mecanismo que empieza a practicarse con los casos de Chile y Argentina es que los Estados juzguen con sus propios tribunales a los autores de los crímenes internacionales, cuando, como en Chile, no se les puede perseguir ni juzgar.

Carecen de validez los argumentos sobre la autoamnistía que se dictó Pinochet, o las leyes de punto final. Cuando el Estado en que se comenten los hechos renuncia a juzgar-

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los, se produce el genuino supuesto en el que la comunidad internacional debe intervenir como tal. Este es el sentido de la justicia europea y de la justicia universal del ya casi siglo XXI.

Por último, se acaban de invocar por Eduardo Frei, Presidente de Chile, los 40 años de Dictadura franquista, que quedó sin sanción. Tampoco vale este desafortunado argumento. Frei está pidiendo la abolición del derecho internacional vigente. Si la Comunidad Internacional, habiendo considerado a Franco o sus autoridades criminales contra la Humanidad, hubiera intervenido, nada podría haberse objetado. Pero su impunidad no puee amparar impunidades posteriores. Precisamente, en relación con los crímenes contra la Humanidad, actúa de modo particularmente intenso la extradición, la que solicitará para Pinochet, y la que esperamos tramitará el gobierno español, como es su obligación constitucional (art.24, tutela judicial). Es el juez el "competente para pedir su extradición" (art 828, Ley de Enjuiciamiento Criminal); el Gobierno se limita a tramitarla para hacer posible el juicio. Para evitar el juicio de Pinochet no valen ni inmunidad diplomática, ni blindajes senatoriales, ni intereses políticos, que aquí no proceden. El caso Pinochet no es de la política, sino de la justicia y el derecho. El juicio a Pinochet no es un asunto interno chileno; es un asunto de todos nosotros, los ciudadanos del mundo.

Diego López Garrido es catedrático de Derecho Constitucional y Mercedes García Arán es catedrática de Derecho Penal.

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