El nuevo pasadoRAFAEL ARGULLOL
La resistencia a abandonar herencias culturales que ha llegado a adquirir la forma de ideas preconcebidas es, a menudo, tan grande que apenas asumimos la evidencia de los errores que ha entrañado. Buena parte de nuestra imagen de lo que es civilizado, o culto, o artístico, depende de esta resistencia, presente, en mayor o menor grado, en todos los estratos de la sociedad. Naturalmente, esta actitud es consecuencia, casi siempre, de la idealización de las propias tradiciones. Pese a la abundante información científica en sentido contrario, todavía hoy es frecuente la atribución exclusiva de la evolución cultural y artística a una línea de civilización que hacemos coincidir con la que hemos considerado nuestra. Según este punto de vista, las otras líneas civilizatorias son inferiores, si no mentalmente -afirmación intolerable desde la tolerancia que nos caracteriza en la actualidad-, sí técnicamente. Nos cuesta aceptar, por ejemplo, la perfección y maestría estilísticas de lenguajes artísticos que se han desarrollado de acuerdo con concepciones y ritmos diferentes al occidental. Y así asociamos las otras historias del arte a un vago universo de primitivismo e imperfección ajeno a la progresión de las formas. Siguen sorprendiéndonos, desde esta óptica, las muestras de excelencia y refinamiento que periódicamente se descubren en las grandes exposiciones realizadas en Europa: súbitamente, aunque sólo por un corto periodo de tiempo, encontramos equiparable al nuestro el dominio técnico que han poseído otras culturas. Como último eco de este proceso, los mayas están adquiriendo por unos meses una condición clásica gracias a la gran exposición que se está realizando en el Palazzo Grassi de Venecia. Pero, tras este encumbramiento, pronto los sustituimos por otros. En realidad, aunque podamos conceder provisionalmente la condición clásica (la maestría modélica, el poder referencial) a otras culturas, lo cierto es que a finales del siglo XX nos resistimos a abandonar aquella imagen de principios del siglo XIX según la cual la única clasicidad posible transcurre por tierras europeas después de su origen absoluto en Grecia. Aun teniendo suficiente información sobre el carácter policéntrico de nuestro pasado, continuamos aferrados a la idea de la ejemplaridad indiscutible de la cultura occidental y, en consecuencia, medimos las demás expresiones culturales desde la jerarquía impuesta por ésta. El historicismo del siglo XIX, apenas alterado en las enseñanzas académicas del siglo siguiente, fijó un canon para la historia de la cultura en el que lo que era considerado anterior -al menos, espiritualmente- era arrojado al campo del primitivismo y lo exterior, al del exotismo. La vanguardia artística no modificó sustancialmente este criterio, pues su interés por las artes no occidentales derivaba en una exaltación del primitivismo y el exotismo. De Gauguin a Picasso, lo que importaba de aquellas figuras, de aquellos tótemes o máscaras, era la supuesta ingenuidad, la ansiada magia con la que conjurar la tradición estética europea; pero en ningún caso la excelencia técnica, la maestría, la perfección espiritual y formal que evoca lo tenido por clásico. Éste es, sin embargo, el principal prejuicio que deberá superar el espectador del inmediato futuro si quiere adecuar su mirada al nuevo escenario civilizatorio. En nuestro mundo ya no cabe el recurso a lo exótico para enfrentarnos a obras exteriores a nuestra tradición. En general poseemos ya suficiente información sobre la complejidad y el saber de culturas que antes sólo teníamos en cuenta superficialmente como para anular la perspectiva del exotismo. En ésta, manejábamos el espejo deformante en el que se reflejaban las imágenes ajenas. Pero ahora este espejo está roto, y con él se diluye la visión historicista que afirmaba la superioridad de un canon cultural. El fin del exotismo es también el inicio de una nueva clasicidad, plural y policéntrica, en la que, alejados del dogmatismo estético, reconozcamos las distintas tradiciones que se entrecruzarán en la futura historia del arte. Deberemos acostumbrarnos a calibrar los diversos lenguajes artísticos, más que por sus hipotéticas capacidades de progresión técnica y formal, por sus motivaciones internas y por su fuerza espiritual. Una magnífica oportunidad para adentrarse en este camino la ofrecen exposiciones como la que estos días presenta la Fundación La Caixa de Barcelona bajo el título África: magia y poder. 2500 años de arte en Nigeria. No será difícil para el espectador que se deje llevar por el magnetismo de las cabezas esculpidas procedentes de los antiguos reinos de Ife y Benin, datadas entre los siglos XII y XVI. Son célebres y de una belleza impresionante, pero probablemente su reconocimiento se deba a que su técnica figurativa pueda equipararse con los momentos más álgidos de la representación escultórica europea. (Con respecto a las esculturas de bronce de Ife es sintomática de la idea preconcebida occidental en relación con el arte la conocida anécdota del antropólogo alemán Leo Frebenius, quien, al observarlas en 1910, las atribuyó a griegos refugiados en la costa occidental de África). Mayor es el desafío si el contemplador dirige su mirada a otras etapas del arte presente en la exposición: al de las ciudades yoruba, al más antiguo de Igbo-Ukwu o al todavía anterior de Nok, contemporáneo de la cultura grecorromana. El reto es contemplar, y tratar de entender, estas imágenes más allá del espejo deformante que las recluía en el exotismo o en el primitivismo, aunque fuera desde la subversión vanguardista: verlas como clásicas porque lo son, con igual autoridad que el Discóbolo o el Apolo de Belvedere, en la medida que significan la expresión de la coherencia interna de una concepción o de una mentalidad. Lógicamente, para conseguirlo debemos despojarnos de los prejuicios y resistencias culturales, al menos hasta el punto de considerar que son posibles otros desarrollos de la sensibilidad distintos al nuestro. Con el fin del exotismo puede dar comienzo la auténtica conversación entre las culturas. Desde este ángulo, uno de los componentes más decisivos del futuro será el descubrimiento de un nuevo pasado.
Rafael Argullol es escritor y filósofo.
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