Nacionalismo e inefabilidad
Los socialistas quieren emplazar al Gobierno a un debate en el Parlamento sobre "¿Qué es España?". Loable propósito. Cualquier mente cartesianamente organizada desearía que se pudiera definir un modelo óptimo y los pasos necesarios para llegar hasta él. Pero la política concierne a las relaciones de poder entre los hombres. Y en este terreno la racionalidad convive con la irracionalidad y los sentimientos, hasta el punto de que a veces la ambigüedad en los conceptos es más fructífera que la precisión. Joaquim Nadal, jefe de los socialistas en el Parlamento catalán, dice en Punt Diari: "Si queremos hacer un concurso de naciones, competir para ver quién es más nación, estamos falseando el problema y la historia y no vamos a ninguna parte". La primera dificultad para debatir el Estado autonómico los socialistas la tienen en su propia familia. Los hermanos o primos o parientes que el PSOE tiene en Cataluña (el vínculo se estrecha o se relaja según las relaciones de fuerza de cada momento) no tienen la misma idea de España. Maragall y Nadal ni siquiera coinciden con Borrell, el hermano que se fue a triunfar a Madrid. Nadal acaba de decir que "Borrell se equivoca y Pujol nos engaña", en una síntesis bastante precisa de cómo desde el socialismo catalanista se ven las cosas. Y Maragall no ha dudado en desmarcarse de los entusiasmos constitucionalistas y españolistas del candidato.
Durante la transición, el barco ha navegado sobre la cultura de la ambigüedad. Pujol ha sido el maestro en este ejercicio y a la vista están los dividendos: 18 años de gobierno prorrogables. Pero la tregua de ETA ha provocado un ejercicio de afirmación de creencias fundamentales. De ahí el desconcierto de Pujol, que ha visto cómo haciendo lo de siempre (un cirio a la autodeterminación, otro a la Constitución; un cirio a la declaración de Estella, otro a la hispanidad), su pasión por el juego de ventaja, tener una mano en cada mesa, se ponía mucho más en evidencia.
Y cuando el debate se convierte en choque de trenes nacionalistas es difícil introducir elementos de racionalidad. Porque el problema del nacionalismo es su inefabilidad. Puede enunciarse, pero no explicarse. Un atributo que comparten nacionalismo y religión. Recordemos algunos ejemplos de los tópicos recurrentes con los que el nacionalismo construye su iglú para protegerse de la crítica.
La imposibilidad de no ser nacionalista: el que critica a un nacionalismo forzosamente está hablando desde otro nacionalismo. Con lo cual se consigue presentar el nacionalismo como algo natural, no elegido, a lo que nadie escapa: todos tienen patria; se construye un retrato nacionalista de cualquier opositor, negándole la autonomía de su pensamiento y convirtiéndole en agente del nacionalismo rival, y se descalifica la crítica sin considerar argumento alguno porque, diga lo que diga, el que discrepa es un agente del enemigo. Muchos regates con una sola finta.
El nacionalismo como sentimiento. El nacionalismo no sería sólo una ideología, sino un estado sensible del ser humano. Se consigue de este modo convertir cualquier crítica al nacionalismo en una herida a la sensibilidad, plataforma ideal para el victimismo, uno de los placeres favoritos de los nacionalismos.
En fin, el discurso de la diferencia. "No somos un país cualquiera", repiten los nacionalistas. Como si hubiera países cualquiera. De la diferencia como expresión de la diversidad social se pasa a la diferencia como factor de jerarquización y discriminación. Por ser diferentes, unos tienen más derechos que los otros. Lo cual no sólo es democráticamente objetable, sino que es un motor imparable de recelos. Aunque se acabe el café para todos, todos tienen derecho a café.
Sobre estos tópicos todo debate se convierte en un choque de nacionalismos. La declaración de Estella no sólo provoca, sino que necesita la declaración de Mérida. Así se alimentan mutuamente. En estas condiciones, el debate de la racionalidad política es por lo menos difícil. Pasará la campaña y seguiremos sin un debate franco. Entre nacionalismos no hay diálogo. En el mejor de los casos puede haber negociación y compromiso. A esta opción hay que agarrarse, aunque sea al precio de mucho doble lenguaje, de mucha ambigüedad.
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