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La piel del malo

Vicente Molina Foix

El periodista le enseña al escritor una mesa repleta de libros: más de 25.000 páginas salidas de la mano del segundo. Va a empezar la entrevista, y el primero canta la maestría, la fecundidad, la capacidad creadora del escritor, pero éste se revuelve incómodo en el asiento del plató donde se filma A fondo; "Yo no creo en las profundidades", dice como vaga y amable crítica al título del programa. "Siendo joven leí en André Gide que lo más profundo que tiene el hombre es la superficie". El periodista ríe desconcertado. Es preferible, pues, "hacer una cosa inteligible que sea superficial", añade el entrevistado, Josep Pla.La famosa boutade de Gide podría ser el pórtico de esta atractiva serie que bajo el título de Videoteca de la memoria literaria lleva unos pocos meses distribuyéndose. La iniciativa parece rara, al principio: una productora de vídeo, Trasbals, y una editora, La Magrana, rescatan, según el proyecto de un director de cine, Gonzalo Herralde, las entrevistas a escritores que hace muchos años, más de 20 en algunos casos, realizó Joaquín Soler Serrano para RTVE. ¿Qué interés puede tener sentarse a ver durante 80 o 130 minutos un diálogo rodado en blanco y negro en un estudio austero hasta la fealdad, y en el que ya sabemos de antemano que no va a aparecer la filigrana de los anuncios ni siquiera un grupo musical, de muchachos pop o mariachis, para amenizar la palabra?

Es la palabra precisamente, la palabra bien dicha y bella, enunciada sin prisa, sin sobresaltos, lo que se echa de menos, no sólo en la onomatopéyica televisión actual -donde un programa como A fondo no tendría cabida- sino en todos los medios, y en medio de la vida corriente. Los periódicos trocean cada día más la realidad, la rediseñan vistosamente, la adornan de regalos y, si uno rasca la página con la uña, la perfuman; todo alrededor se hace corto, leve y sincopado, menos elemental. Pero aquí tenemos la superficie profunda de unos muertos hablando por los codos -y casi todos fumando como carreteros, otro rasgo de época- delante de un periodista sin duda ampuloso y excesivamente zalamero que sin embargo consigue guiar con destreza la conversación, haciendo que sus invitados se sientan cómodos y locuaces.

De las siete entregas aparecidas hasta hoy, Borges, Paz, Pla, Chacel, Barral, Dalí y Cortázar, yo he acudido primero, naturalmente, a las de los más malos, pues estoy educado en la antigua corriente novelesca que dice que en el arte resalta más y tiene un carácter superior la acerada maldad del inteligente al lado de la roma inteligencia bonachona. Los jóvenes -de entonces- Carlos Barral y Julio Cortázar no es que fueran almas benditas; lo que pasa es que están muy guapos (sobre todo el editor y poeta catalán, vestido con camisa sahariana y en todo el esplendor capilar de su orgullosa barba y su melena de arponero), muy diplomáticos, muy en su papel, aún, de seductores. La suprema grandeza es la de aquellos sin nada que perder ni ganar, pues ya todo lo han puesto en la jugada que es una obra o vida consumada. Rosa Chacel, la adorable perversa de leyenda, está inmensa; lo bien que habla, lo precisa que es, los cortes que le da a Soler Serrano, como cuando a la retórica del reencuentro con la patria tras el exilio contesta: "Sí, me seguía uniendo el mismo furor contra los españoles que tenía antes de irme". Borges, que habla borgianamente peor que sus imitadores de voz, entre los que soy un aprendiz, deslumbra de causticidad y emociona con sus ojos, aunque no hay que estar seguros de que la mirada a las alturas sea del todo ciega.

El cascarrabias por antonomasia es Pla, y su larga entrevista enteramente memorable. ¿Se le va alguna vez la olla? Por edad podría ser, pero cuando le dice a Soler Serrano que quite de la emisión la palabra pederasta, cuando arremete contra el "país de encargados" que es Cataluña o sostiene que Azorín no sabía castellano pero es el mejor escritor ¡en catalán!, sus ojillos entornados, como dos rayas en la cara, se abren y muestran en la superficie arrugada de la piel dos vivas bolas negras con el brillo de un fuego de azufre. "No creo en el género humano", dice Pla, mientras lía temblonamente su cigarrillo, "ni espero que los demás crean en mí".

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