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Tribuna
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La alegría de Camoens

Juan Cruz

En un momento de leve tranquilidad en medio del día más emocionante de su vida como escritor, José Saramago se quedó pensativo y dijo en voz alta, al vacío:-¿Qué estará haciendo Camoens?

-Estará alegre, cómo no va a estar alegre.

-Sí, estará alegre -confirmó Saramago, y siguió descansando un rato junto a los bocadillos viejos que los editores portugueses conservaban en la trastienda de su stand colectivo de la Feria de Francfort. Habían pasado dos horas desde que el autor de Todos los nombres era el primer hombre de todos los telediarios del mundo y junto a esa trastienda se agolpaban periodistas y editores que querían la primera palabra del primer Nobel portugués de la historia. Detrás de esa algarabía, Saramago volvió a decir, sonriendo, el mismo interrogante: "¿Qué estará haciendo Camoens?".

A casi tres mil kilómetros de allí, junto a Pilar del Río, su mujer y su traductora, Camoens, el último perro vagabundo que adoptaron los Saramago en su casa de Lanzarote, ladraba más que habitualmente. Porque Saramago, este hijo adoptivo de la isla canaria, ha hecho allí en cinco años una vida llena de amigos fieles que desde las doce del mediodía (hora canaria) hicieron parecer, llenando su casa, que el Nobel no estaba tan lejos, sino en aquel lugar que mira al mar, a Fuerteventura y al recuerdo escultórico que esta isla tiene del desterrado Miguel de Unamuno.

Junto a las cajas de libros y a los bocadillos viejos, el autor de Ensayo sobre la ceguera recibía llamadas de todo el mundo; el presidente portugués le localizó, y a Saramago se le iluminó el rostro de amistad y de añoranza cuando sonó en el móvil más ocupado del mundo la voz aún recia de su amigo, su camarada Álvaro Cunhal. "Eres un orgullo para nosotros", le dijo el viejo comunista histórico de Portugal y de Europa. Las mismas palabras dijo de él su colega español Arturo Pérez-Reverte, que debatía en Francfort con Ken Follet sobre la construcción literaria de los libros que se venden mucho. "No sólo es un orgullo para nosotros, es que le ha dado dignidad al Nobel". Fiel a aquel pasado y a esa relación con el comunismo, Saramago estaba en Francfort para asistir a un debate con otros escritores portugueses. Sentado entre ellos, en el momento en que seguramente la Academia estaba traduciendo al portugués el resultado de su decisión, Saramago hablaba lenta, pausadamente, con su largo ceño lleno de surcos que parecen dudas, juntando las manos en torno al vacío denso de un local mediano de la Alte Oper de Francfort, sobre la cuestión central del coloquio: ¿Qué significa ser comunista hoy?

¿Y qué significa ser hoy premio Nobel de Literatura?

Podía decirse, porque él mismo lo ha proclamado, que se sentía aturdido desde que recibió en el aeropuerto de Francfort la noticia y el primer abrazo de su editora española, Isabel de Polanco, hasta el instante en que tomó un avión de regreso a Madrid. Alguna vez mostró su emoción íntima con cuatro palabras simples: "Qué cosa tan bonita". Pero durante el día no dejó de decir que el premio no era sólo suyo, y puso a su país y a su lengua, y a España e Iberoamérica, en muy primer lugar, y asistió como si él no fuera el protagonista del llanto a las lágrimas de su agente, Ray Güde, y de su principal editor, el portugués Ceferino Coelho, que le publicó desde que Saramago irrumpió como un escritor sin éxito en las letras literarias de la literatura.

Antes del Nobel él había dicho: "¿Y si me lo dan mañana? Estaré en el avión, volando, hacia donde tengo que estar, Lanzarote, qué maravilla". No estaba en Lanzarote, donde acaso Camoens ladraba de alegría al tiempo que los amigos de Saramago en Francfort y en tantos sitios lloraban de felicidad.

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