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El vagón celular

Vicente Molina Foix

Ya existen en un país escandinavo: vagones reservados a los no-telefoneadores. Fuera de ellos, la mayoría puede entregarse ilimitadamente a la comunicación sin hilos, mientras el tren circula hacia su destino a casi doscientas por minuto. Asumo que escribir un artículo más contra el teléfono móvil es una pasada de rosca. Pasó el tiempo en que el artilugio resultaba chic o propio de los ejecutivos con samsonite, y la crítica que un día pudo parecer a los columnistas de buena voluntad mera higiene social, hoy es un esnobismo, prácticamente un acto de desobediencia civil: No sólo todo el mundo lo usa, sino que nuestros mejores amigos lo tienen. Por eso evitaré plantearme esta columna como un alegato antitecnológico (soy de los que poseen fax y microondas, aunque no en el mismo aparato). Lo que propongo es una lectura artística del fenómeno del telefonino, que así llaman graciosamente en Italia al invento.Italia: el país con más telefonini per cápita. Eso ha de querer decir algo, pues no en vano Italia lleva cinco siglos siendo la adelantada del diseño del universo (también de la política; cuando en España aún ni soñábamos con ello, Italia produjo los primeros socialistas mangantes, los primeros jueces-estrella, el primer berlusconi). A lo que iba. Esto no hay quien lo pare. Pero una de las misiones del intelectual fracasado en la prevención de los males del mundo es la pataleta, mejor o peor disfrazada de análisis estético. Ahí voy yo.

Otra asunción: No soy un nihilista de las ondas magnéticas. En ciertas profesiones hay móviles justificados: los cirujanos de trasplantes de órganos, los ministros de Interior y hasta del Exterior, los fontaneros está claro que los necesitan. Sus cosas urgen. Pero que crean necesitarlo los hombres y mujeres de negocios es un grave síntoma de la pérdida de los más nobles valores aristocráticos. ¿Recuerdan aún ustedes cuando llamaban a las oficinas de los importantes y éstos no se podían poner? "Está reunido". Frase odiosa que el tiempo ha convertido en deliciosa, por desusada. "Estoy a punto de coger el puente aéreo. Te llamo al llegar a Barcelona", dicen hoy aquellos que antaño no paraban de reunirse entre sí. Frente a la barrera infranqueable de la secretaria hoy sólo hay que vencer la falta momentánea de cobertura. Qué nostalgia. Claro que las altas finanzas y los altos cargos no son lo que eran, y a ver quién es el guapo que hoy está reunido cuando le avisan de un nuevo tipo de interés o un nombramiento.

Tampoco hay que echar en saco roto el peso simbólico del telefonino, en una época que asiste a la pérdida de tantos asideros. ¿Qué va a llevar en la mano el que ha dejado de fumar, el que sale del coche sin el mamotreto de su radiocasete, ahora que los coches traen equipos minúsculos? Es bueno que el hombre tenga sus dedos casi siempre ocupados; una mano y un tiempo libre hacen hasta del más devoto pilarista un onanista.

La semana pasada, mientras yo trataba de leer en un vagón de no fumadores (¡sólo!) Una lechuga interesante, un cuento de Álvaro del Amo, que me estaba gustando mucho, la señora que iba en el asiento de atrás contó cuatro veces, sin variantes y con la voz alta de las peores coberturas, la razón de su viaje a Madrid: la muerte repentina de un cuñado. Al salir de mi talgo con el libro, Incandescencia se llama, sin acabar, una bombilla se me encendió en la cabeza. El telefonino es el nuevo teléfono de la esperanza, y no desplazará pronto al televisor en el ranking de electrodomésticos distractivos (estos dos, al contrario que mi fax y mi microondas, sí pueden combinarse interactivamente). El libro, la película, la música de un disco: así se mataba la soledad no hace tanto tiempo. El teléfono móvil es el gran enemigo de la ficción, no sólo porque fomente el grito, la grosería pública, el desprecio a la intimidad de quien está al lado, el cotilleo radiado a todas horas. Reñida por su naturaleza de ociosidad diferida, pasiva, con la imaginación, la sorpresa y el presentimiento que está en la base de la comunicación inteligente, la telefonía marcará, en su extensión imparable, el final de aquello que más activamente une a los seres humanos, la telepatía.

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