Franco, sólo una fotografía
PEDRO UGARTE Un síntoma fehaciente de que uno ha sido expulsado de la juventud es esa indulgente extrañeza con que observa a las nuevas generaciones. Los jóvenes no son conscientes de su particular marca de fábrica, como nosotros tampoco fuimos en su momento conscientes de la nuestra. Recuerdo ahora que el PSOE llegó al poder en 1982, prácticamente cuando el que escribe inauguraba su mayoría de edad. Esa generación a la que le tocó la primaria con el Caudillo y la universidad con Felipe (la simetría es perfecta: Suárez fue nuestro bachillerato), construyó su propio imaginario mental y arrinconó los anteriores. A nosotros el maoísmo nos sonaba a chino, nadie recordaba haber cantado himnos patrios en la escuela, la aguerrida clandestinidad de El Ruedo Ibérico dio paso a la narrativa contemporánea de Anagrama. Y así más cosas. Ahora incluso somos capaces de sentir nostalgia: en efecto, contra Felipe vivíamos mejor. La televisión no era ya un invento extraordinario, apenas un electrodoméstico. La imagen (y no el libro) emergía como el código mediático imperante, un código que obraba en contra de todo un universo conceptual y quería hacer de nosotros seres visuales. Pero el peso de la cultura escrita aún fue decisivo. Quizás la nuestra haya sido la última generación marcada por la literatura, por los manuales de historia, por la lectura como irrenunciable dedicación de una persona culta. Me temo que, entre los nuevos jóvenes, ya no es motivo de vergüenza ignorar quién era Engels (quizás ni siquiera Marx está en su disco duro). Nosotros aún sentíamos el imperativo moral de conocer el pasado para conocernos mejor. Presiento que a las nuevas generaciones el pasado les importa más bien poco. El recambio de nuestro particular imaginario se produce sobre una versión inédita de la futurología: la realidad virtual, la galaxia informática, que quizás sea el futuro o quizás sólo se confunde con él. Pero si algo proporciona la experiencia, al fin y al cabo, es perspectiva. Como dijo Octavio Paz, "en el futuro nunca ha estado nadie". Toda generación extiende una vaga tolerancia sobre aquellas que la precedieron. Los universos simbólicos se superponen los unos a los otros, a velocidad vertiginosa, sobre un mismo espacio físico. Al final, esta reflexión viene dictada por un hecho anecdótico. Enternece la obstinación de los jóvenes de hoy por mostrarse en calzones, a pantorrilla descubierta. Transitan por los lugares públicos con la misma indumentaria que utilizan en el pasillo de casa. La imagen del muchacho con camiseta de algodón, pantalón corto y mochila al hombro forma parte de un cuadro costumbrista, como lo era en otro tiempo el campesino de boina y pantalón de pana. Recuerdo que, en la escuela que otros vivimos, el pantalón corto era una vergüenza. Un primer apunte de madurez representaba ya el uso de pantalón largo, fuera tela vaquera o franela gris. En la primaria, dejar de enseñar la rodilla era timbre de gloria, un trámite que empezaba a acercarnos al mundo de los mayores. Ahora ocurre lisa y llanamente lo contrario. Nunca hubo generaciones mejores o peores. Al fin y al cabo, somos animales de costumbres, y los jóvenes de hoy, tan presuntamente innovadores como los de cualquier otro tiempo, no hacen sino resignarse a la realidad, a su concreta realidad, adquirir dócilmente sus hábitos. En nuestras relaciones con el tiempo, los seres humanos somos conservadores. No nos queda más remedio que vivir el que nos toca, experimentar la crueldad de que nuestra memoria termine anclada en un punto de la historia que se va alejando poco a poco. Para los jóvenes de hoy, Franco es sólo una fotografía, con la que acaso nunca deberán medirse en los exámenes. Y a mi generación le espera un destino paradójico: sus últimos supervivientes, ya nonagenarios, se asegurarán a mediados del próximo milenio largas y enternecedoras entrevistas acerca de la sociedad durante el franquismo, del mismo modo en que nosotros llegamos a leer, en nuestra infancia, las de los últimos soldados de Cuba.
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