Warren Beatty
Estos días, mientras discurría apaciblemente su festival de cine, en Donosti se respiraban a pleno pulmón sus repentinos aires libres. La última vez que estuve en esta ciudad, en noviembre del año pasado, ocurría todo lo contrario y su hermosura otoñal era irrespirable, la envolvía una atmósfera desesperanzada, viciada y espesa, cargada de la mala electricidad de los estanques de aguas turbias. Parecerá que no viene a cuento, pero viene, decir que a distancias astronómicas de ésta hay otra ciudad, Washington, más renombrada pero menos hecha a la medida de la gente humana, que no conozco ni conoceré nunca, en la que se respira, como aquí hace un año, humo de aguas podridas.Este salto de caballo, quebrado, de ciudad a ciudad, viene a cuento porque aún se me mueven en la retina, como puntas de rabos de lagartija, las libérrimas, crispadas como greñas de sarcasmos, imágenes que apresé hace unos días de una película estadounidense titulada Bulworth, que nos va a llegar pronto y dice, con más claridad y precisión que cien periódicos veraces apiñados, algo, sólo algo, de lo mucho que se está cociendo estos días bajo el humo del agua del estanque podrido que anega los altos despachos-cloaca de Washington, desde donde se gobierna o, es lo mismo, se humilla al mundo, y esa película habla de ello sin decirlo, y desde aquí, desde la repentinamente apaciguada Donosti cinematográfica, lo cuento, porque el contraste da nitidez a la evidencia de lo turbio.
Ha escrito, dirigido e interpretado esta película Warren Beatty, célebre hombre de cine norteamericano conocido también por su militancia política desde muy joven en el lado izquierdo, dicha esta palabra con cautelas, del bipartidismo que membra, cuando no desmenuza, el juego del poder en su país. Cotizado en las tiendas del glamour como gran macho de Hollywood, Beatty no hizo por azar aquel ancho y generoso filme titulado Rojos, donde contó y cantó con amistad, la corta y ajetreada vida de su compatriota John Reed, aquel periodista gringo que en México fue un intrépido luchador zapatista y luego, en la convulsa Petersburgo de Octubre de 1917, en el mismísimo ojo del huracán de los Diez días que conmovieron al mundo, se convirtió en el bolchevique de mirada clara e ingenua que diagnosticó como mefistofélica a la de Trotski.
Warren Beatty (gran actor y supremo gozador, del que Woody Allen tiene escrito que cuando muera quiere reencarnarse en las yemas de los dedos de su mano derecha, que han palpado las más hermosas humedades del lado femenido del padrón municipal de Hollywood; y de quien la experta y deslenguada catadora de machos británica Joan Collins asegura que una noche entre sus sábanas equivale a cien encamamientos con los más resistentes cabalgadores y mejor armados cachas percherones del mundo) sigue siendo, con sesenta años a cuestas, un rojo salido e incorregible, que se ha soltado en Bulworth (asqueado por el olor a buitre carroñero que sube estos días de las alcantarillas políticas de Washington, y quien sabe si también compadecido por lo que le están haciendo a la pobre entrepierna de hombre común de su jefe Bill Clinton) la vieja melena, que últimamente su mujer y gendarme custodio, Anette Bening, le había apaisado y apaciguado, pero que ahora, estos días, casi con urgencia colérica, se ha encrespado de nuevo y ha hecho saltar a las pantallas una de las películas más subversivas de que hay noticia.
Fiereza, ilimitado coraje, amor asustado a su país, vergüenza ante su reducción a la indignidad, es lo que destilan las ideas que se mueven, como puntas de rabo de lagartija, dentro de este gallardo filme, que en el festival de Venecia no se atrevieron a premiar parcialmente, pues ningún cacho puede sacarse de su recio e introceable conjunto, y los astutos italianos, que tienen agujas para todos rotos, se sacaron de la manga un León de Oro para premiar a todo Warren Beatty, también (que se lo pregunten a la señora Collins) de una pieza, igualmente entero, introceable.
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