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46º FESTIVAL DE CINE DE SAN SEBASTIÁN

Dos filmes opuestos, de EE UU e Irán, emocionan con su vocación de testimonio

Continúa la buena racha de películas de calidad en la sección Zabaltegi del certamen

, Dos películas en las antípodas sirvieron ayer para mantener alto el listón de calidad de competición de la sección Zabaltegi del festival donostiarra. Una, la estadounidense La ciudad, es la trabajada ópera prima de David Riker y habla de emigrantes latinoamericanos en Nueva York. La otra, Derakht-e-jan (El árbol de la vida), del iraní Farhad Mehranfar, es una límpida parábola sobre el paso del tiempo entre las tribus nómadas de su país.

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Ambas películas tienen momentos de gran hermosura; pero tienen, igualmente, algo más importante: una considerable vocación de testimonio, no en vano salen de ojos adiestrados para mirar detrás de la apariencia de las cosas. El adjetivo "trabajada" usado por el cronista para tipificar La ciudad requiere alguna explicación. En realidad, la película fue rodada entre 1992 y 1997 en ambientes de inmigrantes centroamericanos y mexicanos de la periferia neoyorquina, y a lo largo de su proceso su máximo responsable, David Riker, aprendió no sólo a hablar la lengua de los otros, sino también a entender sus vicisitudes, sus esperanzas, sus anhelos a menudo rotos.Neoinmigrantes, trabajadores eventuales, aspirantes a vivir el sueño americano desfilan por el filme vistos por una cámara solidaria tan empeñada en mostrar como en construir: si una virtud tiene el filme, que tiene muchas, es la de ser capaz, con apenas unos pocos trazos, de crear criaturas de una solidez impresionante, de cuyos problemas somos solidarios en muy poco tiempo-cuatro historias en sólo 85 minutos no dan precisamente mucho margen para la retórica-, y de esa concisión, del rigor expositivo surge un producto redondo, hermoso y completo, otra de las numerosas, e inteligentes, miradas a la periferia del sistema con que los organizadores nos están obsequiendo en este año de cosecha irrepetible.

Y si Riker ahonda la comprensión sobre la vida de una comunidad ciertamente grande, Mehranfar lo hace sobre una pequeña, pero tan ancestral, tan vinculada al ciclo de la vida; tan universal, en suma, como para que su mensaje sea entendido urbi et orbe.

Luminosidad

El árbol de la vida se inscribe en un rico filón, el que emplea la tradición oral de leyendas y cuentos populares para trazar parábolas de intención mucho mayor. Para entendernos, es un filme más en la línea de Gabbeh de Moshen Majmalbaf, que del cine urbano de Abolfazi Jalili o Abbas Kiarostami, el maestro de casi todos ellos; un producto que escapa del rigor de los colores oscuros de Teherán para adentrarse en la luminosidad y la calidez de la naturaleza, y, por ese simple hecho, es ya observado con indignación desde las filas integristas y no siempre con complacencia entre los sectores progresistas más abiertamente hostiles al clero shií.Tiene el filme, que narra la historia de una madre que cuenta a un niño sus primeros balbuceos en la vida, así como la muerte de su padre,un delicado equilibrio entre puesta en escena e intenciones, y demuestra que los hallazgos de Aviones de papel, la ópera prima de Mehranfar que se vio aquí el pasado año, no eran casuales, sino la obra de un documentalista inusualmente capaz e inspirado. Le falta a ésta, no obstante, la voluntad de ahondar en la metáfora que contribuía a la polisemia de la anterior; pero resulta, en todo caso, una película respetable que engrandece -otra más- la modélica selección de Zabaltegi.

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