Ian McKellen rehace con su genio la trágica soledad de Whale, creador de "Frankenstein"
El iraní Abolfazi Jalili vuelve a proponer el sufrimiento de un niño como metáfora de su país
El actor británico Ian McKellen se ha escapado de los teatros londinenses y ha inundado con su inmenso talento la película Dioses y monstruos, dirigida por el estadounidense Bill Condon. En ella representa con refinada intensidad los últimos años de la trágica soledad en que desembocó la vida de James Whale, director del Frankenstein cinematográfico. Noble película, que soporta la presencia invasora de un interprete de genio, que estuvo bien escoltada por Don, dolorosa y apasionante ficción de estirpe documental del iraní Abolfazi Jalili dentro de la encerrona de los barrios obreros de Teherán.
Son escasas las incursiones de Ian McKellen en la pantalla. Su mundo, su casa, es el teatro y sólo escapa de él cuando intuye que puede aportar al cine algo de lo que hace de él un principe de la escena. Y algo de eso hay bajo su decisión de dar cuerpo al dolorido tramo final de la vida de su compatriota James Whale, el legendario director, en los primeros años treinta, de Frankenstein y La novia de Frankenstein, filmes de los que resurgió del olvido milenario (en la portentosa máscara creada por el gran Boris Karloff, otro británico emigrado a Hollywood) el mito del Prometeo moderno que dio vida la tambien británica Mary Shelley en la primera mitad del siglo pasado.Convertir a James Whale en personaje de ficción "era un desafío muy atractivo para un actor británico", dice Ian McKellen. "Whale era un inglés que en Hollywood estuvo rodeado de gente americana, circunstancia que se repetía en mi caso, con el añadido de que Whale también era homosexual y había nacido en la misma zona de Inglaterra que yo. Y que, como yo, procedía del teatro e hizo la mayor parte de su carrera en los escenarios de Londres, antes de que le tentase dirigir películas y acabase yéndose a Hollywood. "Percibí", añade el actor, "que fue una persona a la que podía entender y con la que no me sería dificil identificarme, por lo que no dudé en aceptar reconstruir su figura y su vida, cuando comprobé que el guión estaba muy bien escrito".
Soledad devastadora
Se trata, efectivamente, de una película de gran vuelo, escrita con rigor y brillantez por su excelente director, Bill Condon, que ha elegido el último año de la vida de Whale, 1957, como escenario temporal de su relato, lo que le permite emprender una minuciosa y elegante reconstrucción de la devastadora soledad en que estaba sumergido el gran cineasta cuando decidió quitarse la vida en la piscina de su mansión californiana. Whale se vio apartado de las nóminas de la gran producción por el aparato censorial hollywoodense, tras los éxitos de El hombre invisible y Magnolia, y su orgullo profesional le hizo negarse a realizar películas de relleno. Pero bajo este orgullo había otra causa de más turbio calado, que hirió hondamente a Whale: el sordo rechazo que, por su condición homosexual, percibía en forma de cerco a su alrededor.McKellen expresa, con asombrosa sutileza y en vertiginosa, y sin embargo transparente, sucesión de matices, el fondo herido de la, ciertamente muy compleja, personalidad de Whale, que se vio arrastrado a las cunetas de una industria a la que inundó con ríos de oro por su rechazo a convertir en clandestina su vida sexual, como fueron forzados a hacer sus compatriotas Cary Grant y Charles Laughton, entre otros artistas esenciales del Hollywood clásico, víctimas de una vasta e hipócrita redada puritana, como Albert Dekker, que un día se colgó vestido de mujer, Ramón Novarro, que murió apaleado en una acera de la compra de amor oscuro de Chicago, y Montgomery Clift, que vio jalonada su infortunada vida por brutales vejaciones.
La prodigiosa capacidad de McKellen para desatar en un instante casi imperceptible los nudos de confluencia entre los espacios y los tiempos por donde se desarrolla la trama agónica de la composición de su James Whale en Dioses y monstruos, causa asombro por su velocidad y precisión, sólo posible en un hombre de escena que ha incorporado al instinto los alambicados cálculos mentales que requiere la busca de perfección en su trabajo. Con economía máxima, casi desde la quietud, McKellen llena de vivísima dinamicidad la imagen. Y desde ésta hay veces que se le ve físicamente pensar y se contempla la secreta interioridad de sus emociones.
Dioses y monstruos es una refinada representación de la agonía mental, moral y física de un hombre, un homosexual anciano herido y abandonado, construida no a la violenta manera expresionista con que el abrupto viejo suicida Martin Landau recrea en Ed Wood (con formidables brochazos, o hachazos, de genio de otra estirpe) el atroz final de la vida de Drácula Bela Lugosi, sino algo muy distinto, casi literalmente opuesto, que rompe la fácil tentación de emparentar ambas películas, en la que muchos caerán por inercia o por mimetismo argumental mecanico. En Dioses y monstruos Ian McKellen impone la ley de su estilo, destierra el hachazo exacto de Landau y borda, de manera próxima a su maestro John Gielgud en Providence, un delicadísmo tejido de pinceladas invisibles. Son transparencias que parecen escapadas de un retrato de Turner e incorporadas al rostro cansado de McKellen, atravesado por una casi susurrada amargura sonriente y atestado de signos de expresión pudorosos, en viva sombra de la máscara de la Criatura que compuso Boris Karloff bajo su mirada. Algo íntimo heredado de esa Criatura queda flotando alrededor de la presencia del James Whale de Ian McKellen.
La película está redondeada por un reparto sensacional, solventísimo, que inevitablemente tiene condición coral respecto de McKellen. Pero un joven actor, Brendan Fraser, que interpreta al jardinero que enamoró por última vez a Whale, y Lynn Redgrave, que encarna a su criada húngara Hanna, alcanzan a dar memorables réplicas de tú a tú al maestro.
Babelia
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