Gianni Amelio destripa el "milagro italiano" y Woody Allen pide socorro desde Manhattan
Meryl Streep borda su interpretación en la película "Bailando en Lughnasa"
Ayer hubo cine excelente en la Mostra de Venecia, pero un poco cojo. Hay demasiado eco de John Ford en Bailando en Lughnasa, dirigida por Pat O´Connor e interpretada por Meryl Streep y un sensacional reparto procedente del teatro dublinés. Così ridevano es una intensa, pero inexplicablemente alargada, incursión de Gianni Amelio en las tripas del "milagro económico italiano" de los años sesenta. Y, mientras tanto, desde su película Celebridad, Woody Allen pide a gritos socorro ante el acoso que sufre, pero lo hace convirtiendo erróneamente a Kenneth Branagh en su imposible medium. La película incluso recibió abucheos.
La cojera de la delicada y elegante Bailando en Lughnasa proviene de un sutil pero envolvente exceso de dependencia de O´Connor de la Irlanda de John Ford, tal vez el cineasta más inimitable de todos. La obra teatral que sostiene el filme es elocuente. Cuatro de las cinco hermanas protagonistas de la película están interpretadas por formidables actrices, que se mueven en el subsuelo del drama con el conocimiento adquirido sobre las tablas del Abbey Theatre de Dublín.La otra hermana viene de lejos, es Meryl Streep, una intérprete ya irrepetible que aquí, con su mágica capacidad para hacer suyas todas las músicas de su idioma, encaja como una pieza en un reloj su inglés americano en los acentos irlandeses del pequeño coro, sin desentonar lo más mínimo. Incluso quienes sólo balbucimos esta lengua percibimos su armonía sonora.
Imán de despojos
Hay también bella sonoridad en la evolución del protagonista de Così ridevano, Enrico Lo Verso, que va suavizando su duro acento siciliano inicial hacia acordes de italiano norteño puro. Su director, Gianni Amelio, con gran solidez, reconstruye visualmente la Turín montada a caballo entre las décadas cincuenta y sesenta y nos arrastra a la tumultuosa mutación vivida por su país, todavía herido por la devastación de la guerra y enmudecido por la envilecedora mordaza del fascismo.Es el punto de despegue del miracolo economico italiano representado en su mismísima gran metáfora, las calles de la ciudad de la Fiat, convertida en un imán para los despojos humanos sin trabajo de la Italia campesina sureña. Se trata del mundo de Rocco y sus hermanos, pero aliviado del abrumador sentimentalismo melodramático de Visconti y con la mirada de Amelio puesta de soslayo en la egregia, transparente, llena de verdad, prosa cinematográfica de Rossellini.
Così ridevano es una especie de Lamerica interior italiana. Italia (como España) sigue siendo Albania, puro sur europeo, memoria de miseria oculta bajo la capa de arrugado barniz de modernidad que la convulsión del desarrollo industrial acelerado sobrepuso sobre su vieja roña, encima del polvo secular que la aldea italiana (como la aldea española) oculta en forma de una desquiciada vergüenza dentro de la parte más oscura de su identidad contemporánea.
La película es un zarandeo de verdades que aquí no va a gustar a casi nadie, y probablemente en España tampoco. Pero es cine importante, aunque Amelio -cosa inexplicable en un profesional de su talla y su experiencia- pone en bandeja a sus detractores un error al que se agarrarán como el náufrago a la flotación de una tabla: alarga en 20 inútiles minutos finales la duración de una película que, así forzada, pierde alas y se viene abajo en el momento más inoportuno para la armazón de un filme, el desenlace.
Acosado
La quiebra interior que sufre, y que disminuye su alcance potencial, la llamada de socorro que Woody Allen -acosado por los buitres y otros pájaros menores de la industria de su país, que no tragan su independencia- lanza al aire en Celebridad es de otro tipo, y no menos peligrosa. La encarnadura de la película en el reparto es excelente, su esqueleto se mueve en equilibrio, su ritmo discurre con armonía. Pero padece un mal grave en la columna vertebral: la imprecisión y condición amorfa de su personaje eje, embolado con el que carga, y su aguante no logra sostener, el histrión británico Kenneth Branagh, hombre de escena muy competente, pero aquí embarcado en una misión imposible que le hace extraviarse como una Caperucita en el torbellino de idas y venidas del ambicioso e inteligente filme.Celebridad pierde así su centro y encuentra dificultades para mantenerse erguida como construcción, aunque lo disimula. Woody Allen se ha dado cuenta de que, por su edad y por su pinta, no puede interpretarse a sí mismo esta vez y convierte a Kenneth Branagh en su medium, lo que equivale a pedir que una piedra dé agua.
El actor imita como puede a su director, pero no le sale y pierde una partida en la que, al perderla, él se convierte en pérdida para la película como conjunto. Y así, tras una larga tacada de plenos aciertos, Allen falla, y precisamente cuando más necesitaba acertar. En su América a esto lo llaman vocación de perdedor. Y el olor a buitre que, desde hace años, rodea a cuanto hace y dice Allen, se convierte en hedor.
Babelia
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