"Voy a A Coruña"
La frase que da título a este articulo va, evidentemente, contra el sentido idiomático más elemental. Pero resulta posible con las normas administrativas hoy en vigor. De hecho, este verano he oído una frase equivalente en la radio: "El ministro X se dirigió a A Coruña". Por supuesto, la locutora abrevió y dijo "a Coruña", no sé si con preposición o con artículo; en cualquiera de los dos casos se comporta incorrectamente: si eliminó el artículo gallego, actuó contra el lenguaje administrativo, si suprimió la preposición, actuó contra la gramática castellana. El texto que ella leía debía de contener ambos elementos, y si no, era asimismo incorrecto. Por vía de la caricatura, el ejemplo ilustra el absurdo al que estamos llegando en materia idiomática.La distinción entre y y ll ha desaparecido en castellano para la mayoría de los hablantes. Pues bien, las normas administrativas obligan, o impelen, a decir y a escribir Lleida (al menos en los medios de comunicación), esto es, Yeida, lo cual ni es catalán, donde el fonema ll está plenamente en uso, ni es castellano, donde esa palabra no existe y la verdadera es Lérida, que es la derivación popular del originario Ilerda; Lleida es la derivación popular catalana. Destaco lo de popular: la lengua no la hace nadie en particular, como la lingüística ha enseñado hasta la saciedad; la lengua es un código establecido por todos los hablantes de un idioma a través de los siglos: los catalanohablantes, el catalán; los castellanohablantes, el castellano, y así sucesivamente.
¿Tiene derecho la Administración a modificar lo que constituye un uso establecido por la secular voluntad popular? Parece más que dudoso. Desde luego, Cataluña está legitimada para utilizar los topónimos catalanes: Lleida, Girona, Figueres, etcétera. Pero es discutible que Cataluña, que es bilingüe, según reflejan todas las encuestas, deba renunciar al uso administrativo de la toponimia castellana, que forma parte también de su historia.
Esto último nos lleva al centro de la cuestión. El castellano no domina hoy el territorio español como consecuencia de la expansión militar o imperial. Su rango dominante deriva de que en un momento dado, durante la Edad Media, se convirtió en la lengua franca -como hoy el inglés en el mundo- de quienes no sabían latín y hablaban vasco, aragonés y catalán y se sirvieron de una coiné vasco-castellano-navarro-aragonesa como instrumento de intercomunicación. Por ahí surgió su expansión, como han acreditado recientemente los estudios más solventes; de hecho, los documentos antiguos la llaman "lengua vulgar". Por eso, al comenzar el siglo XVI, cuando aún no se habían producido agravios políticos de ningún tipo (las leyes de Felipe V, que son centralistas y ajenas a la tradición española), el castellano era la lengua de todas las Españas -de todas, no de una; hace bastante tiempo que se conoce la pluralidad nacional, la cual dista de ser un invento del irredentismo. Lo de la lengua del imperio o frases similares ha sido una trágica necedad de la ultraderecha fascista-.
Si no se entiende esta realidad no se entiende nada y caemos en las trampas de lo políticamente correcto, que es lo que está sucediendo con los usos de hoy. Resulta cómico oír a un locutor castellanohablante decir Yirona, que no se pronuncia así en catalán, donde la ge suena como prepalatal, o pronunciar A Coruña (topónimo dudosamente gallego, por cierto). Sólo la corrección política, hecha en este caso de consensos y complejos, explica el dislate de que a nadie se le ocurra decir Paguís y, sin embargo, voceen Yeida las radios y televisiones. Quienes no hemos nacido ayer no incurriremos, seguramente, en semejante cursilería, salvo que nos obliguen a hacerlo, pero los más jóvenes acabarán profiriendo Yeida, Yirona, A Coruña y Ourense. Los más jóvenes y, quizá también, los más incultos.
A los catalanohablantes cultos que he tratado, y son muchos, nunca les he escuchado en castellano los topónimos catalanes, que reservan, como es lo adecuado, para cuando hablan catalán.
Se trata, en definitiva, de respetar las lenguas, tanto la castellana como la catalana y la gallega y como cualquier otra; se trata de no encarcelar o poner sordina a realidades que sobrevuelan las veleidades administrativas. A ningún parlamentario español se le ocurriría pretender imponer en Estrasburgo (no Estrasbourg) el topónimo castellano Sevilla frente al legítimo francés Seville. Sería absurdo, ¿verdad? Pues nosotros estamos en el absurdo.
Babelia
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