Los hombros de mi padre eran mi palco vip
Afirmar que cualquier tiempo pasado fue mejor es peligroso ya que la memoria es selectiva y los recuerdos muchas veces están más idealizados que basados en hechos
Claro que cualquier tiempo pasado fue mejor. Claro que en los ochenta la Navidad era maravillosa: el 6 de enero llegaban los Reyes Magos cargadísimos a mi casa y a la de mis abuelas. La tarde del día 5 los había recibido en la zona vip de la calle de Alcalá, aquellas cabalgatas eran pura magia. Antes de eso, alguna vez, en Nochebuena, Papá Noel había dejado un detallito en casa de una de mis abuelas. Recuerdo el año que llamó al timbre mientras cenábamos, tardé tanto en abrir que ya se había ido cuando lo hice. ¡¿Y aquel año que nos grabamos en un casete tomando las uvas?! ¡Qué risas! Pero lo primero de todo había sido ir a la Plaza Mayor a comprar una figurita para el belén, cada año una más para ampliar el belén más bonito del mundo, el de mis padres. No conocía a nadie con un nacimiento mejor. El pistoletazo de salida de las fiestas sonaba a 125 miiiillll pesetas y a “Cortylandia, Cortylandia vamos todos a cantar. / Alegría en estas fiestas porque ya es Navidad”. Eran casi tres semanas de vacaciones en las que veías a toda tu familia muchas veces, comías y cenabas muy rico, y podías acostarte muy tarde. A veces, hasta nevaba.
Claro que es mejor un tiempo en el que los Reyes llegaban en camello y carrozas desde Oriente, precedidos por cientos de pajes que habían recogido las cartas con los deseos de miles de niños. Pero todo eso es una farsa, ¿la patraña más ilusionante y bella del mundo?, posiblemente. Un acuerdo tácito entre millones de personas para sostener esa mentira cuya realidad no tiene nada de magia y mucho de agobios, de compras, de gastos, de falta de tiempo, de ir corriendo, de incumplir deseos. Claro que quienes teníamos una infancia feliz, con un entorno que nos protegía, nos ilusionaba y en el que no nos faltaba nada, ni siquiera un palco vip en la calle de Alcalá desde el que recibir a los Reyes Magos, podríamos decir —desde nuestro lugar privilegiado— que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero resulta que mi zona vip eran los hombros de mi padre: cada 5 de enero, nos aposentábamos en algún punto entre el paseo de Coches del Retiro y la Puerta de Alcalá. Las horas de espera con una cría sobre los hombros, el mogollón de gente y las temperaturas invernales (del invierno de los ochenta, no de los de ahora) se transformaban en magia para mí y en cansancio, dolor de espalda, agobio por la multitud, por la hora y por las tareas pendientes para mi padre.
El belén más bonito del mundo dejó de serlo, sigue siendo al que más cariño tengo, pero ahora he visto muchos más y el familiar es lo que podríamos denominar un pesebre normal, común, al que tenía idealizado, porque eso sí: cualquier tiempo idealizado es mejor que el presente. ¿Será eso lo que les ocurre a quienes consideran los ochenta, incluso décadas anteriores, una época mejor que la actual? La memoria juega malas pasadas, es selectiva y se queda con los recuerdos que quiere. Se habla de esos años como el summum de la libertad y de la modernidad, y lo que sucedía es que esta habían estado en niveles tan bajos, condenadas al ostracismo, que el que salieran por un resquicio ya era algo celebrable y reseñable. Las cadenas de la dictadura se estaban rompiendo y el peso del yugo se iba aligerando, eso fomentaba la euforia colectiva, como los Reyes Magos llegando a Madrid. Pero resulta, aunque entonces no lo supiéramos, que los Reyes no existen y que quedaban muchos derechos por conquistar. Esos que hoy, ya conseguidos, pueden volver a peligrar. Esos por lo que el filósofo Javier Gomá defiende que vivimos en el mejor momento de la historia, el Estado del bienestar llega a ciudadanos que antes no lo hacía, los grupos minoritarios son considerados y los mayoritarios, pero relegados, pueden alzar la voz.
Y sí, se me eriza el vello y se me ponen los ojos vidriosos si entre el barullo de la marabunta oigo eso de “Cortylandia, Cortylandia”. Claro que soy capaz de revivir esa sensación de miedo, ilusión, nervios y frío en la cara cuando abrí la puerta a Papá Noel, aunque él ya no estaba allí.
Pero es que él nunca estuvo allí.
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