Autobiografía de un creador brillante
Esperaré con impaciencia la publicación de la autobiografía de Adolfo Marsillach, que ha ganado el Premio Comillas; ya me conmovió ese premio con la de Castilla del Pino, casi coetáneo mío.Una autobiografía buena o mala no suele depender de los sucesos, datos o acontecimientos en los que uno viva, aunque se agarre desesperadamente a ellos para fijar algo de la crónica; depende, sobre todo, de cómo se cuente. Adolfo Marsillach es un hombre brillante: es un cómico, un autor, un articulista brillante. El teatro da, a veces, estas creaciones de escritura, imagen, gesto y voz. Marsillach es hijo y nieto de periodistas, de críticos teatrales; pero no suele soportar fácilmente a los críticos que no son de la familia aunque durante un tiempo yo me consideré como de ella. Ay, prevaleció el crítico. Y prevaleció la personalidad y el brillo de Adolfo. Digo brillo y me parece, de pronto, que puede aparecer en este adjetivo una especie de connotación peyorativa; como si el brillo se opusiese a la calidad. Los que trabajamos estos géneros de estar todos los días a la vista del público sabemos que no es así. Y, además, "limpia, brilla y da esplendor" es el lema de la Real Academia Española. En su tiempo era valioso: ahora está desgastado por la publicidad de los detergentes. Brillante, cómica y seria fue la autobiografía que escribió y estrenó ya Adolfo Marsillach. Se llamaba Yo me bajo en la próxima ¿y usted?, en el teatro de la Comedia, del que luego sería inquilino permanente con la Compañía Nacional del Teatro Clásico que fundó; a la que dio, desde luego, brillo y calidad, y debate y discusión: no se puede pedir más para los clásicos.
Pero esto pasaba antes. En ese antes era ya director del Centro Dramático Nacional, y escribió unos bocetos de café teatro, me los dio a leer y me preguntó si no serían menores para su categoría; o, mejor dicho, si no perjudicarían al Centro. Me apresuré a decirle que había escrito algo de verdadera calidad, y fue en esa obra donde la biografía del español medio, que había asumido como suya -sobre todo, cuando interpretó el principal papel, en sustitución de Sacristán, con Concha Velasco- la que estableció unos puntos críticos, unas revisiones satíricas del pasado, una asunción del presente. Fue una pequeña obra importante del arte teatral.
Ah, el Centro Dramático: todavía estaba UCD, y el director general, abierto y claro, era Pérez Sierra. Adolfo rompió tabúes: estrenó Noche de guerra en el museo del Prado, de Rafael Alberti; Sopa de pollo con cebada, de Arnold Wesker, donde era cuestión de la guerra de España y de la izquierda inglesa con respecto a ella; y no pudo representar Velada en Benicarló, de Azaña, porque se acabó el cargo, y la dejó detrás para quien le sucedió (José Luis Gómez: con el éxito que se recuerda). ¡Cómo era, entonces, el teatro! Entonces: un puñado de años.
Fueron grandes temporadas en el María Guerrero y en el Bellas Artes: se notó, por fin, en algo, que esto había cambiado. No mucho, o no demasiado: pero, al menos, en el teatro. Cuando Solana fue ministro de Cultura le cité el nombre de Adolfo para director general de Teatro; pero hubo personas que dijeron, qué barbaridad, que era comunista. Por Alberti, por actores y directores contratados; quizá por mí, que era asesor, y que tampoco fui comunista (pero nunca he sido ni seré anticomunista: no faltaba más). Pasó el tiempo y fue, por fin, director general. No sé si bueno o malo: mi opinión de hoy es que no debía haber directores generales ni ministros en las cuestiones de arte y de cultura. Mi opinión de hoy es que el teatro ya no es el mismo por lo que han hecho por salvarle los ministerios de Cultura. Pero esa es otra cuestión.
Apenas hago una silueta. Me dejo ir por el afecto, por la vieja admiración; por la solidaridad del memorialista confuso. Todos, creo, estamos contentos.
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