La película más triste del año
El director japonés Takeshi Kitano estrena en España su último filme
El estreno tardío de Hana-Bi (Flores de fuego) será un magnífico duro golpe para el público español, que a finales de siglo y de repente entrará en contacto con el mayor talento aparecido en el cine de los años noventa. Resulta más extraño que lamentable que en un país donde la última nadería iraní llega puntualmente y todas las películas independientes norteamericanas, incluidas las malas, que son las más, se estrenan con regularidad, el nombre de Takeshi Kitano haya tardado casi 10 años en pronunciarse. No quiero ser patriótico, pero Madrid, y en ligeramente menor medida Barcelona, disfrutan hoy, sólo después de París, de la mejor cartelera cinematográfica del mundo, y por eso llama más la atención el descuido español con este extraordinario cineasta. Kitano es difícil de encuadrar, y quizás eso explique la ceguera de nuestros zorros de la distribución. Recuerdo que cuando oí hablar de él por primera vez, en el 94, poco antes de ver su película Sonatine, pensé, por lo que decían los comentaristas ingleses, que se trataba de otro de esos aparentes aunque fatigosos del cine oriental de cabriolas y sangre fácil. Pero vi Sonatine en el ICA de Londres (un club privado de arte contemporáneo que tiene su cinemateca abierta al público y hasta una pequeña distribuidora; así de mal, de colonizada por Estados Unidos, está la exhibición en Gran Bretaña) y me encontré con un filósofo de la acción, un pintor de los tiempos muertos que también mata gánsteres a mansalva, sin que la acusada violencia de sus películas sea de esas (el modo Tarantino, el modo John Woo) que en los barrios más periféricos se jalean con carcajadas de disfrute.
Un exhibicionista
La personalidad de Kitano es compleja hasta el disparate y, como no conozco Japón, no me la puedo explicar del todo y menos aún a ustedes. Que en él cobra vida el fantasma del difunto suicida Mishima es indudable, y no sólo por el aparato ritual de la violencia, la ambigüedad homosexual de sus dos primeras películas, Violent Cop y Boiling Point, o el deseo de muerte latente en toda su obra cinematográfica. Como Mishima, Kitano ha escrito libros y practica físicamente el riesgo y es, aunque yo no haya visto su teatro ni sus programas televisivos, un exhibicionista con ribetes de sádico. No se ha hecho el harakiri ante las cámaras, pero en las cuatro películas que él interpreta se mata o se deja matar suicidamente, embadurnándose de sangre como un novio de la muerte. En una reciente entrevista, Kitano decía a Cahiers du cinéma que "en el espíritu japonés esta tentativa suicida, tal vez cercana a la droga, sigue existiendo"; preguntado por la violencia ilegal que practica el policía que él mismo encarna en Hana-Bi, respondió: "El inspector, como el yakuza, se aproxima a la muerte porque está armado". Los policías y los forajidos de sus películas son, en efecto, intercambiables; igual de despiadados y de débiles. Viven para la muerte, de la muerte, y se saben -con un existencialismo que no ha leído a Sartre pero posiblemente sí sepa algo de Nietzsche- destinados a morir, en el tránsito de una vida frenética, antes de tiempo. El tiempo. Ése es su gran rival, o cómplice. En Sonatine, para mí la obra maestra de Kitano, los yakuzas (mafiosos) enviados a la isla de Okinawa distraen su prolongado ocio con delirantes juegos de playa, mientras que en Hana-Bi, los dos amigos policías, el que ha quedado paralítico de un disparo y el que ve morir a su esposa de leucemia, se enfrentan a un código de dolor desconocido, que les conduce a una revelación superior: a la pintura, al delicado tempo musical de unas vacaciones melancólicamente felices. Hana-Bi es la película más triste del año, pero nadie derramará una lágrima en la butaca. Kitano, que tan bien sabe reírse de lo más patético, no nos deja llorar. Su descarnada impasibilidad emocional es la misma de Bresson o Dreyer, la de Ozu quizá. En la plasmación de los silencios y las esperas, el abuso a las mujeres y la fragilidad masculina, no hay un directo hoy de su originalidad, de su fuerza de convicción. Austeramente lírico y doliente, arrollador en el relato de las peripecias violentas, conviene siempre esperar, antes de emitir juicio, el final de sus películas, donde los fuera de la ley se ajustician a sí mismos. Y no es que Kitano aspire a moralizar. Se trata sólo de un artista que conoce la cruel verdad humana y se ha propuesto contarla sin el escamoteo sentimental.
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