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Txikiteo PEDRO UGARTE

Dice la prensa que cada día de fiestas el grupo Bilbotarrak potea y entona bilbainadas por el Casco Viejo. La crónica habla de recuperar la tradición, revivirla y renovarla. Cuando se habla de recuperar viejas tradiciones es que ya han entrado en estado catatónico. Basta que se quiera revivir algo para suponer que está en las últimas. Ése es el fundamento de los primeros auxilios y del milagro de la resurrección. Muy posiblemente el txikiteo, el poteo tradicional, se encontraba necesitado de un boca a boca. Al que escribe le inspiran cierta melancolía esas cuadrillas de hombrachones (cuyas quintas militares se pierden en el tiempo de preguerra) obstinadas en perpetuar el rito por los bares y tabernas de su barrio del Ensanche. Lo más triste de la pérdida del txikiteo, para el que escribe (un enfermo del lenguaje), es la pérdida de la propia palabra. Los jóvenes ya ni txikitean ni toman txikitos. Como mucho potean, y aún así también poteo es expresión en retroceso. Hay diferencias aún más notables: para empezar, casi no existen los txikitos, esos vasos compactos y pesados, rellenos de cristal, que el que escribe nunca ha visto, aunque quizás los Bilbotarrak aún conocen esos tres o cuatro bares que los ponen. Aquí ya no es la desidia de la juventud, sino la avaricia de los taberneros lo que cambió la costumbre: los txikitos eran caros y propendían a romperse. Si bien también es cierto que, después de una ronda de ocho o diez ingestiones de vino, todo artilugio de cristal dispuesto entre los dedos tiende siempre a romperse. La juventud ha acabado con otros de los elementos de la componenda txikitera: ya no es una práctica diaria ni tampoco es una práctica exclusivamente masculina. Ahora los jóvenes de ambos sexos beben juntos, y desisten del ejercicio durante los días de labor: prefieren beber la misma cantidad en el reducido margen de un fin de semana. Pocas rondas, pero más contundentes. Uno sospecha incluso que entre los quinceañeros son ellas las que más beben. Lo más beneficioso de la extinción del txikiteo ha sido la desaparición del canto. Hay que reconocer las virtudes melódicas de Bilbotarrak, pero el txikitero que espontáneamente se arrancaba con sus tonadas en la taberna resultaba, en general, un ser siniestro, un perfecto indeseable. Casi siempre cantar era verbo que le quedaba grande, y como uno, a lo mejor, estaba con su chica (con aquella que quería que fuera su chica), la magia del encuentro, las palabras seductoras, la declaración final, solían ser literalmente dinamitadas por ese terrorista que a traición la emprendía con una bilbainada, a voz en grito, trayendo a los enamorados la terca realidad de su oscura provincia. Esperamos muy sinceramente que el txikiteo sobreviva, eso sí, en sepulcral silencio, y por supuesto que nadie elucubre sobre el mismo como llegó a hacer hace tiempo cierto concejal bilbaíno, cuando hablaba de él como la mejor expresión cultural de esta ciudad. Sólo faltaba que aquel txikitero que torturó nuestras noches tabernarias con su voz aguardentosa se creyera, a más inri, mejor que Blas de Otero, del que acaso nunca supo.

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