_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El enemigo interior

Hace poco, aquí mismo, vino a cuento que nos está llegando de Hollywood una pedrea de cine que, ante el nuevo milenio, da un salto hacia atrás de medio siglo y recupera con otras máscaras el mismo malo de película que reinaba en las pantallas (llenas de fascismo endomingado) en los tiempos duros de la guerra fría: el enemigo exterior, variante rastrera del gallardo mito, creado por las películas del Oeste, del forastero portador de mal augurio, el (o lo) extranjero achicado a intruso que expulsar del reducto amurallado de la idea (no conozco otra más sanguinaria) de patria. Incontables filmes y telefilmes estadounidenses pueblan así el viciado interior de los silencios mudos y lo convierten en coz contra lo otro, mecanismo balsámico que despierta en gente desprevenida gana compulsiva de ficciones que, con negaciones hacia fuera, afirmen hacia dentro la quietud alarmada del crédulo y del gregario, prefiguraciones del que sueña la pesadilla genocida.Si algo distingue al gran cine americano, clásico o de ahora, es lo contrario de esta estragante avalancha de ideología de caverna disfrazada de inocente ("¿Inocente? ¿Inocente de qué?", dispara la ironía de Gene Hackman en Sin perdón) juego a los marcianitos. El otro día, en la clandestinidad de la madrugada, coincidieron en la televisión Sed de mal y La ley de la calle, poemas de busca, en las alcantarillas de la tragedia americana, de rastros del enemigo interior, única materia que nutre al genio liberador del cine. Hay muchas escaladas a esta riada de talento que inundó al Hollywood clásico, hoy casi desecada por el culto al ombligo que predicó Reagan y que ahí sigue. De Erich von Stroheim a Robert Rossen, de John Ford a Francis Coppola y John Sayles, de Avaricia a El buscavidas, Apocalypse now y Hombres armados, las puntas de su gran cine hurgan en las tripas de América por el agujero de un desgarro interior que abre horizontes libres y desvela que ese culto al ombligo es, en la pantalla, un pozo que se traga todos los mendrugos patrioteros que le echen.

En otro cruce de viejos y nuevos caminos, el cine europeo de ahora alcanza estados de conciencia muy superiores al que nos invade desde Estados Unidos. Pueden meterse, entre los indicios de esta superioridad, muchas recientes películas inglesas, irlandesas, italianas, portuguesas, herederas naturales de aquella (casi extinguida allí) energía introspectiva del viejo (y, sólo en goteo, del nuevo) cine estadounidense. También en algún coletazo de vida del agonizante cine ruso, como el formidable puñetazo en la boca del estómago que Pavel Chujrai da a su mortífera patria con el aliento expiatorio de El ladrón. E incluso en la Yugoeslavia enferma terminal de nacionalismos, su cine patea los hígados de la teología genocida en la pantalla escéptica de Underground, que logra la hazaña de desterrar el fantasma del enemigo exterior interiorizándolo.

Aquí hay veces que respiramos aires tan libres como los del vendaval de El día de la Bestia, que hace nuestra una mirada impagable a lo que Madrid tiene de canalla patria de Satanás en persona, bicho magnífico cuando se viste de un enemigo íntimo que aquí, como en todas partes, tiene su casa, pero que retrocede a pelele bíblico cuando lo traen convertido en malo de película extranjero, ingrediente básico del pesebre del cine adocenado. El cine que no surge de una guerra interior, de una negación como la que hace arder a Javier Bardem en Carne trémula, acaba siendo el que Goebbels ordenaría hacer si hoy siguiera echándonos a los ojos su mal aliento. El fascismo ya no es una ideología, sino una manera de ejercer cualquier ideología, incluidas las que se proclaman más antifascistas. Y la pantalla de ahora es un nido de imágenes déspotas lo mismo cuando convoca a exterminadores de lo otro con imágenes de ruido y de furia, que cuando a media voz juega al tiro al blanco contra intrusos o marcianos y se olvida de que en el gran cine el espectador sólo dispara contra sí mismo.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_