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Tribuna
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Escenas invisibles

Antonio Muñoz Molina

Los lugares y los tiempos de esta historia se suceden en un desorden escénico de drama isabelino, de fogonazos sombríos en los que casi nunca falta un desgarro español de chapuza y de farsa y un vano tremendismo de ambición política. Hervidero convulso de personajes y saltos en el espacio y en el tiempo: policías, jueces, directores de periódico, espías, hampones, víctimas amordazadas o asesinadas, figurones y extras: ayer tarde, cuando me marché del juicio, José María Benegas invocaba la escena tremenda, recién asesinado, en 1984, el senador socialista Enrique Casas, en la que las autoridades eclesiásticas de San Sebastián, de tan acreditada dulzura evangélica, se niegan a conceder a su cadáver un funeral digno en el Buen Pastor. Esta mañana, y en el testimonio de Juan Carlos Rodríguez Ibarra, el tiempo da un salto hacia finales de mayo de 1993, en Mérida, en el mitin de clausura de la última campaña electoral que ganaron los socialistas. Ambiente de excitación y fatiga, fraternidad sudorosa de tapas y raciones en un bar: Rodríguez Ibarra examina de cerca a quien ha sido la estrella del mitin, el candidato y ex juez Baltasar Garzón. Militante disciplinado y veterano, con una ruda campechanía de demagogo agrario, Rodríguez Ibarra desconfía del advenedizo, del juez frío y distinguido, favorito inexplicable del dirigente supremo. Hablan los dos en un aparte de teatro: Garzón dice estar seguro de que Felipe González lo nombrará ministro, y que si no lo nombra él hará que se esté arrepintiendo toda la vida.Baltasar Garzón es la presencia más teatral de todas, porque se le nombra muchas veces y se sabe que no aparecerá en escena. Un testigo tras otro recuerdan su duelo mutuo de hostilidad con Rafael Vera, su ambición impaciente y frustrada por dirigir un ministerio, por conseguir el mando sobre las fuerzas de seguridad. En otra escena rápida y secundaria, en la universidad de verano de El Escorial, en julio de 1993, recién elegido diputado, José Luis Corcuera, entonces ministro del Interior, lo recuerda interesándose por el indulto para José Amedo y Michel Domínguez, sugiriendo que si no se les concede ellos dirán cosas y mostrarán documentos que pueden hacer mucho daño. Para una parte de los acusados y de los defensores, la médula de la historia no es el suplicio tan lejano de Segundo Marey, sino el despecho frío y melodramático de Baltasar Garzón, urdidor de una trama que tiene sus escenarios principales no en una cabaña a oscuras en mitad del invierno, ni en un puesto fronterizo desierto, ni en dependencias policiales turbias de humo y agitadas a deshoras por timbres urgentes de teléfono: según ellos, la historia es otra, y no ocurre en 1983, sino diez años más tarde, en el espacio cerrado de unos cuantos despachos de Madrid, el despacho del juez Garzón, el de Pedro José Ramírez, el de Francisco Álvarez Cascos.

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Cada testigo agrega una posible perspectiva y también un nuevo acento: Narcís Serra, plantígrado y cegato, con una blandura torpona de oso de Walt Disney, hablaba el lunes por la tarde con un acento catalán casi paródico de tan evidente, como copiado de sus imitadores; Rodríguez Ibarra usa una derivación del acento autonómico oficial de los jerifaltes políticos y los locutores andaluces, con tes y eses finales muy aspiradas y deje populista; José Luis Corcuera parece que habla acodado en el mostrador de una taberna de Bilbao, esgrimiendo una copa chata y terminante de coñac futbolístico; el comisario Ballesteros, al que le ha quedado en la cara una insalubre palidez de sótanos y archivos policiales, conserva la cantinela penosa y el ceceo del habla granadina, salpicada por alguna tentativa sin éxito de pronunciar una ese final (se pone culto en vano y dice vox populis).

Pero el acento más exótico del día es el de Eligio Hernández, ex fiscal del Estado, que irrumpe en el escenario mortecino del juicio con una cordialidad de hombre grande, de gigantón cargado de paciencia,trayendo en su voz una lenta melaza de trópico canario. A Eligio Hernández nunca le estará holgado el cuello de ninguna camisa ni el nudo de ninguna corbata. Desde atrás, mientras declara, se le ve una nuca maciza de picador coronada por la gran luna llena de la calva, asentada sobre unos hombros y un torso que tensan al máximo la hechura insuficiente de la americana. Eligio Hernández tiene una cabeza escultórica, espectacular, una cara morena de anchura precolombina y gesto gozoso de benevolencia. Entre él y José Amedo, casi su exacto contrapunto físico, y tal vez su reverso moral, ha estado a punto de suceder una de las escenas más intensas del juicio. El abogado de Amedo solicita que se enfrenten los dos en un careo, para saber si Hernández, cuando ocupaba la Fiscalía del Estado, le prometió o no el indulto al subcomisario condenado a ciento ocho años de cárcel. Durante unos tensos minutos aguardamos la decisión del tribunal, imaginamos las dos figuras, las dos voces, los dos perfiles frente a frente. Pero, igual que en los dramas isabelinos, algunas de las escenas capitales de esta historia no llega a verlas nadie.

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