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La violencia social latinoamericana

Jorge G. Castañeda

Desde tiempos inmemoriales, América Latina ha padecido la violencia: aquella, inclemente y ahora idealizada, de las épocas precolombinas; luego la peor de todas, la de las Conquistas; enseguida la violencia caótica y perdurable de la construcción estatal y nacional; en la era moderna, la violencia revolucionaria, justiciera y autoapologética; la respuesta descarnada y sin límites de élites retrógradas y sin escrúpulo; por último, la actual, desgarradora y humillante, de la pobreza, la desigualdad y el porvenir coartado. En años recientes, la atención se ha centrado en dos tipos de violencia particularmente agudas y omnipresentes: la violencia política —las guerrillas, la tortura y las desapariciones, la represión— y la inseguridad, verdadero flagelo de las clases medias y populares de las grandes urbes latinoamericanas: asaltos, secuestros, robos, asesinatos y violaciones. Pero quizás una de las nuevas formas de violencia que comienza a irrumpir en el escenario hemisférico sea una mezcla heterodoxa y contradictoria, de violencia política y delincuencial, que podríamos llamar social. No es exclusivamente política, aunque contiene poderosos resortes y efectos políticos; tampoco puede ser clasificada como meramente violatoria de la ley y del Estado de derecho en general, por completo carente de connotaciones políticas. Es una simbiosis de ambas, y por ello ha sembrado una gran confusión en el seno de las sociedades latinoamericanas. Abundan ejemplos provistos de mensajes ideológicos diversos. Examinemos tres, de índole distinta, pero que comparten la característica recién anotada. Brasil, Colombia y México, tres países donde la violencia ha ocupado un lugar disímbolo en la historia. El noreste brasileño ha sido tierra de pobreza, sequía y lucha por lo menos desde la rebeldía de los Canudos, de finales del siglo XIX, inmortalizada por Euclides da Cunha y mucho después por Mario Vargas Llosa. El sertao presenció asimismo la organización de las grandes ligas campesinas dirigidas por Francisco Juliao a inicios de la década de los sesenta, y ahora con el arribo de una nueva sequía, tal vez más devastadora que otras, anteriores, se sumerge en una ola de saqueos, de cierres de carrete ras y de tomas de tierra que amenazan la frágil paz política brasileña construida penosamente a lo largo de los últimos quince años.

No se trata sólo de acciones espontáneas, impulsadas por campesinos hambrientos y desesperados cuyas cosechas se quemaron o secaron, ni tampoco de una gran conspiración teledirigida por el Movimiento de los Sin Tierra (MST), a su vez comanda da por el Partido de los Trabaja dores de Lula, para socavar el intento reeleccionista de Fernando Henrique Cardoso. Es una combinación de ambos factores: el político y el estrictamente delincuencial, donde protesta, hambre, saqueo de supermercados y resentimiento de clase se unen en una violencia… social, justamente. Huelga decir que los incidentes mencionados han desatado una acrimoniosa y vasta polémica en Brasil, donde el establishment y las fuerzas más conserva doras tienden a denunciar los actos de violencia, sin atreverse, todavía, a ahogarlos en sangre, y donde los sectores progresistas y humanistas prefieren legitimar o avalar el comportamiento de las víctimas nordestinas de la sequía, a sabiendas de que no pueden ir demasiado lejos en su apoyo a flagrantes violaciones al Estado de derecho. Así, el MST, la Iglesia y hasta el candidato de centro izquierda Ciro Gomes se niegan a denunciar a los protagonistas de las tomas y saqueos, mientras que Cardoso y sus seguidores instan a la sociedad brasileña en su conjunto a repudiar los actos, al mismo tiempo que echan a andar una iniciativa de ayuda que debió haber comenzado hace meses.

Algo semejante, pero con una referencia ideológica opuesta, ocurre en Colombia. Al ampliarse la guerra de guerrillas y contrainsurgente en ese país, y al revelarse cada vez más impotente el Ejército para vencer a las agrupaciones armadas, y en particular a las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (FARC), lideradas en teoría —aunque muchos creen que ha muerto— por el legendario Tiro-fijo o Manuel Marulanda, alzado en armas desde la década de los cincuenta, los grupos paramilitares de derecha han adquirido un perfil inesperado. La reciente masacre en Puerto Alvira de 21 civiles, que supuestamente guardaban simpatías por las FARC, constituye un fiel reflejo del problema. Terratenientes, narcotraficantes, ex militares y campesinos adversos a las guerrillas, por una razón u otra, recurren a una violencia que no es únicamente política, como las FARC tampoco son ya una organización puramente revolucionaria que busca el poder para transformar la sociedad. Pero la violencia ejercida por los paramilitares, como aquella empleada por las FARC, no puede ser tampoco reducida a una pura y llana expresión de la delincuencia.

El comportamiento de las organizaciones armadas de la derecha revanchista en Colombia suscita reacciones diversas en aquel país. Obviamente los sectores "civilizados" repudian los actos de barbarie cometidos. Pero es indudable que facciones significativas de las fuerzas armadas y del Gobierno solapan a los para militares: como lo ha reconocido la máxima autoridad del Ejército, las fuerzas castrenses colombianas no pueden derrotar, solas, a una guerrilla que parece habérseles escapado de las manos. La violencia social en Colombia genera así respuestas ambivalentes: nadie la aprueba del todo, pero al coincidir con intereses objetivos de determinados estamentos de la sociedad, recibe discretos apoyos y anuencias de los mismos.

Por último, el caso de Chiapas en México. El alzamiento zapatista del primero de enero de 1994 fue un gesto clásico de violencia política: aquí no hay ambigüedad ni confusión posibles. Pero las diferentes secuelas de esa insurrección que conmovió al mundo y sacudió las conciencias mexicanas son más complejas. Junto con la política contrainsurgente de las fuerzas armadas mexicanas en la zona, y que contribuye a exacerbar las tensiones lo cales, existe un fenómeno de violencia social, que rebasa el ámbito meramente político, pero que tampoco puede asimilarse a procedimientos criminales desprovistos de contenido político.

Así, el surgimiento de grupos paramilitares antizapatistas en varias regiones del Estado corresponde a una mezcla siniestra de revancha y manipulación política, de resentimiento étnico, religioso y político, y a descaradas aspiraciones sociales e incluso familiares. La saña de los llamados priístas contra las comunidades o grupos zapatistas emana de estos impulsos; en ocasiones la ferocidad de la actitud zapatista contra las agrupaciones priístas brota también de sentimientos análogos. El odio, por ejemplo, de los habitantes priístas de la aldea de Taniperlas, tanto contra los civiles zapatistas que intentaron crear un municipio autónomo, como contra los observadores italianos que procuraron proteger a 180 mujeres secuestradas, procede de factores de esta naturaleza. En parte, obviamente, se trata de un odio atizado por el Gobierno de Ernesto Zedillo y del Estado de Chiapas, quienes no han vacilado en recurrir al nacionalismo mexicano más ramplón y detestable para defenderse de los extranjeros que llegan a observar la situación en Chiapas o a expresar in situ su simpatía por los zapatistas. Pero también proviene de pasiones locales de toda índole, incluyendo, sin duda, formas de violencia social: ni político ni criminal y ambas a 'la vez.

De nuevo el tema incomoda al resto de la sociedad mexicana. Por un lado, la izquierda política e intelectual de la Ciudad de México difícilmente puede disimular su afinidad por la causa indígena y zapatista; por el otro, apenas emerge de la larga marcha hacia la democracia y la lucha electoral, en buena medida incompatible con el recurso a la violencia, política o social, tan evidente en Chiapas. Por su parte, el Gobierno mexicano fomenta muchas de las conductas violentas en la zona de conflicto, aunque se ve obligado a deslindarse de la misma cada vez que a sus huestes chiapanecas se les pasa la mano. No puede apoyar la violencia social, pero tampoco puede prescindir de ella en la coyuntura actual.

La fragilidad de los Estados de derecho en América Latina, y el carácter circunscrito e incipiente de la cultura política democrática, se combinan con la exacerbación de tensiones sociales producto de quince años ya de magro crecimiento económico y desigualdad creciente. La rebelión de los Canudos, encabezada por Antonio Conselheiro hace ciento dos años en los sertoes nordestinos, finalmente fue derrotada. El nuevo rostro —fundamentalista y lacerante— de la violencia social en América Latina es obviamente distinto; borrarlo, sin embargo, puede tardar más tiempo y costar más caro.

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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