La delación
El caso GAL no es precisamente un muestrario de virtudes cívicas. Funcionarios encargados de la seguridad del Estado que secuestran o asesinan; espías que venden sus secretos al mejor postor; responsables políticos que se niegan a asumir sus responsabilidades; cínicos personajes que, como escribía Javier Pradera, niegan las hechos pero reivindican la guerra sucia como un mérito político; chantajistas; profesionales de las medias verdades y de las grandes mentiras; oradores de ocasión que nos explican que el fin justifica los medios; políticos dispuestos a cualquier cosa con tal de conquistar el poder; muchos sacerdotes de la razón de Estado; una opinión pública comprensiva con la guerra sucia; y justicieros, muchos justicieros. Un panorama que invita a sospechar que Castoriadis llevaba razón cuando escribía que la corrupción en las esferas de poder "se ha convertido en una característica sistémica, en un carácter estructural".Pero de entre el carrousel de vidas ejemplares, para gozo y enseñanza de las nuevas generaciones, que componen el retablo del GAL y su entorno, hay una figura, que se repite clónicamente, que debemos señalar con el dedo, antes de que se convierta en una institución más de nuestra sociedad: la figura del delator.
La delación era casi un tabú. En la escuela la figura infantil del delator que es el chivato merecía el mayor de los desprecios, lo cual no era poco porque se conoce que un grupo de niños decidido a practicar el rechazo puede alcanzar refinadas cotas de crueldad. En la resistencia antifranquista había escasa compasión para el delator, aunque sus confesiones hubiesen sido arrancadas mediante la tortura. En la vida social, en los barrios, en las empresas, el delator, el que estaba siempre dispuesto a llevar información a la autoridad competente por alguna miserable prebenda, era el más despreciable de los ciudadanos. El delator, el que por miedo, por inseguridad, o incluso por sincero arrepentimiento, denunciaba a los suyos (a aquellos con los que ha compartido) era considerado como un cobarde capaz de hacer cualquier disparate para salvarse.
Y, sin embargo, de un tiempo a esta parte se ha hecho de la delación virtud, con el eufemístico nombre de arrepentimiento. El arrepentimiento es una figura, que ha encontrado acomodo en la legalidad, sobre la que se edifican gran número de instrucciones sumariales. El argumento que da a esta figura carta de aceptación es el perverso principio del buen fin que con el arrepentimiento se persigue. No hay otra manera, dicen, de combatir fenómenos como el terrorismo, la mafia, la corrupción o el narcotráfico. Quizás no hay otra manera de mantener a estos fenómenos en los umbrales en que resultan soportables para la sociedad. Pero hacer de la delación un heroísmo es sumar más corrupción a la corrupción.
El delator al que se da el púdico nombre de arrepentido, nada tiene que ver con la figura moral del arrepentimiento. El que se arrepiente de verdad, por encima de todo, asume su culpa y carga con sus responsabilidades. El arrepentido mediático contemporáneo tira contra aquellos con quienes compartió fechoría para salvarse a sí mismo, sin asumir responsabilidad moral alguna y tratando de obtener todas los beneficios posibles en sus responsabilidades penales. El arrepentimiento es un mercadeo. Un mercadeo a costa de la lealtad que es una figura elemental en la relación entre las personas, un mercadeo a costa del otro, un negocio innoble por más que el otro sea un antiguo compañero de banda.
Desde Sócrates sabemos qué es la delación. Y también que hay formas dignas de enfrentarse a ella. El sueño de los regímenes totalitarios es la sociedad de delatores, todos contra todos. ¿Los bienes sociales que pueda producir justifican convertir la delación en una institución de la democracia? La indiferencia social ante estas prácticas invita al sueño distópico de un país de orejones, a la cubana, en que cada ciudadano denuncia al vecino, al que se sienta en la mesa de al lado, para conseguir posiciones en esta lucha darwinística por la supervivencia que se llama competitividad.
Enséñese el caso GAL en las escuelas como muestra de lo que puedan llegar a contaminar una sociedad el terrorismo y la voluntad de poder. Y explíquese por qué es tan importante tener jueces independientes capaces de separar el grano de la paja, sin faltar a los procedimientos.
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