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La pulga y el laberinto

De palabras, paisajes y pintura hablaban los poetas, hace sólo unos días, en la apacible fortaleza de un pueblo fronterizo, Priego de Córdoba, colmado de blancura barroca, aguas transparentes, vaharadas de aceite, maliciosos troveros, cofrades cantarines (los auroros ) y geranios de todos los colores. En la madrugada del sábado pasado, junto a la iglesia de San Pedro, se rifaban cigalas, calamares, cerezas y pasteles de nata: «¡Cuarenta papeles!». Y en esto que pasaron dos niñas, cogidas de la mano, y la más diminuta se soltó de la otra por ensalmo, dio un brinco saleroso, apoyó el pie derecho sobre un altillo, se llevó el dedo índice a los labios y luego se dispuso a frotar su saliva, haciendo círculos, sobre una zona de la pantorrilla. La compañera, agachándose a ver, le preguntaba: «¿Pero te has vuelto loca?». Y la caridoliente, casi furiosa, daba esta explicación: «No, hija, es que me ha picado una pulga». Un testigo maduro intervino: «Chiquilla, aquí no vemos pulgas desde la guerra». Y, con risas nerviosas, las dos amigas se alejaron saltando, de nuevo cogiditas de la mano.Esa pulga imaginaria, realzada por la cal de las paredes de las casas de Priego, hizo que me acordase de la de Ibn Xuhaid, atrapada en el Árbol del donaire. Sordo y con ojos de batracio, vanidosillo y muy vicioso, aquel poeta cordobés supo ver en la pulga, «la más humilde de las criaturas», una demostración rascable de las limitaciones del hombre. Parte inseparable de la noche, ese ser diminuto, si ataca, modifica al instante la intimidad y, asimismo, la contemplación del paisaje, pues, amén de chupar, impone, como dice Ibn Xuhaid, una presencia imaginable así, con palabras: punto de tinta, negra como un etíope o el centro mismo de un pezón.

De regreso al hostal, abro un libro de Concha García, Cuántas llaves (Icaria, Barcelona, 1998), y entro en esta visión nocturna: «Nada es más molesto que oír el agua de un grifo / en una noche de insomnio. Salen salamandras / de las rendijas de las cloacas y el resto de la espuma / de quien se cepilló los dientes se mezcla en el agua / de una cañería. El agua de los conductos de toda una ciudad / con restos de saliva se va al mar esta noche. / Vivo cerca de la desembocadura, sé que ayer / estuve aquí y me asomo a la venta / imaginándome el agua con la que te enjuagaste / en una ola».

Al despertar, con alboroto de cohetes y campanas y olor a pan tostado, redescubro los muros encalados de las casas de Priego, esas abolladuras de misteriosa claridad, y allá, en lo alto, las blancas chimeneas con oquedades o respiraderos triangulares. Exterior que también es textura ensimismada, casi lisa, despojada de adornos y macetas, que reclama en silencio otro tacto, otra mirada tanteante, si es preciso de espaldas a un paisaje donde la primavera extiende olivos, enebros, alcornoques y amapolas sobre las sierras calizas. Entre pared y pared, lo menos pintado en sí, me acuerdo de un pintor holandés, Saenredan, que sólo reflejaba en sus cuadros el interior de las iglesias vacías, despobladas, «reducidas -en palabras de Roland Barthes- a la aterciopelada suavidad beige e inofensiva de un helado de avellana». No fue éste un recuerdo vano a la hora de acercarme ayer noche, recién llegado, a la inauguración del pintor Vicente Rojo en la madrileña galería Juan Gris. Lienzos, papeles y cerámicas, de estremecedora belleza, bajo un título aunador: Escenarios urbanos.

Para llevarle la contraria a Valéry, hecho y dicho, hay una modernidad que sólo se contenta con mucho. Vicente Rojo lleva casi medio siglo propiciando las buenas migas entre el descubrimiento (la ruina: activadora del canto y memoria del ausente) y lo fundacional (el refugio soñado, la utopía, lo armónico que aún echamos en falta). Sus señales, negaciones, recuerdos, códices y lluvias son un diálogo modulado entre lo uno y lo otro, el orden y la audacia, lo informe y lo geométrico, la sombra de la allendidad y la incandescencia del instante que viene, lo que se escapa y eso que se coagula, la topografía minuciosa junto al borrón y cuenta nueva. Como si un destello moral tuviese que fundir de continuo la insinuación y la firmeza, con su encuadre preciso, para que la pintura sea lo que desea ser: sobresalto de lo que ya no es y morada del deseo de ver algo más. En sus escenarios, Vicente Rojo recuerda lo desaparecido, y funda, sobre ello, una nueva morada, una ciudad laberíntica (según María Antonia Ortega, la más apetecible para el okupa), abierta a todo lo imprevisto, alma en sí misma y, sin embargo, sin una sola alma que por sus calles deambule. Homenaje, mental y manual, a un vasto espacio que desea tan sólo sentirse recorrido con la mirada del corazón. De ahí su altura de miras, a vista de pájaro, para que allí nos asomemos a eso que se nos fue y a lo que, pese a todo, fundamos: abismos y escamas, llanuras y escalones, vértigo y pautas sobre el solar que este pintor convierte en lugar oreado para la coincidencia.

A él acude Olvido García Valdés para cantarlo así: «Sobre papel retícula / o huella, laberinto universo, pura / superficie para invisibles / ciudades, entretener la espera / sobre el papel qué / país fuera el mío, si bien puedo / en tercera persona / hablar de mí, bien puedo / sobre la vida el escenario de la confusión / de las lenguas y no una luz / (sólo detrás / hubo luz, sólo al principio) / un laberinto universo / habla de mí como ella / como si yo fuera ella, verdadera / línea cicatriz sin profundidad / psicológica pero a todo / color, qué país fuera / aquél (tan verde y tan sombrío) / aquél de ella / de él que digo yo / yo pura retícula / reminiscente y plana».

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