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Tribuna:POLEMICA SOBRE EL EUSKERA
Tribuna
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Palabra de inquisidor

Cuando nos enfrentamos a ideas por las que algunos aquí llegan a matar, no hay espacio que perder en preámbulos ni rodeos. El Libro negro del euskera de J. M. Torrealdai no es ni oscuro ni gris; es un libro rotundamente negro. Quiero decir que muestra sin ambages la penumbra mental de quien lo ha escrito y lo sombrío de sus intenciones políticas. Bien es verdad que, de sus 222 páginas, la mayor parte recogen pareceres ajenos y tan sólo ocho resultan cosecha del autor; eso sí, son ocho páginas repletas de pensamiento inolvidable. Todos los textos aquí reunidos tienen en común, según su recopilador, el que "atacan al euskera, sobre todo en su vertiente comunicacional y cultural". La primera en la frente. Pues bastantes de ellos prueban más bien el voluntario abandono de la enseñanza del vascuence por los propios euskaldunes ya desde 1730. Otros varios textos se limitan a constatar lo innegable: que esa lengua iba a menos por su carácter rural y su mismo fraccionamiento, que ya era víctima de la artificiosidad sabiniana o que a principios del siglo XIX las tres cuartas partes de la población de Vizcaya la desconocía. Y los que vienen agrupados en el epígrafe final no atacan una lengua, sino sólo una "política lingüística", que es cosa harto distinta. Enfrentarse al euskera sería empresa tan absurda e imposible como combatir la pesca de arrastre. Pero así como podemos disentir de la política pesquera y acerca del modo racional de las capturas, podemos también rechazar con razones lo que desde el nacionalismo se dice del aprendizaje del euskera (por lo general, infundado) y lo que se hace para impulsarlo (con frecuencia, injusto). Claro que no hay que esperar ningún particular sentido de justicia allí donde falta el más simple sentido común. Como si no se hubiera rebatido una y mil veces, nuestro autor insiste en la aberración de que el euskera es un "sujeto de derechos". Hombre de Dios, ¿quién tiene derecho?, ¿la pesca o el pescador, la lengua o el hablante? Pero si desde la ignorancia más bochornosa algunos han decidido otorgar derechos a seres colectivos como el Pueblo (y, por tanto, deberes con para Él a sus concretos habitantes), ¿qué cuesta concederlos también a entidades abstractas e impersonales, como la Lengua, para que así se impongan sobre los derechos de sus habitantes y, más aún, de sus no hablantes que son la mayoría? Supongamos que fuera cierto, como el autor declara, que "el monolingüísmo del Estado ha recibido el refuerzo intelectual unánime de los hombres de letras". ¿Acaso semejante unanimidad crítica no ofrece ya base suficiente para extraer alguna conclusión autocrítica o introducir siquiera alguna cautela? No señor, a nuestro hombre sólo le sirve para denunciar una gigantesca confabulación histórica contra la lengua vasca. Que esa supuesta conjura provenga en buena medida de la inteligencia no roza para nada su inteligencia. Que esa coincidencia de argumentos (según él mismo confiesa) sea al margen de criterios ideológicos, intereses partidarios y épocas, no arroja la menor presunción en favor de la neutralidad teórica de esos intelectuales y del valor de sus tesis. En este punto todos ellos se equivocan y, desde la cumbre teórica y la probada ecuanimidad de sus publicaciones, sólo el director de Jakin y presidente de Egunkaria acierta. Tal vez por eso se guarda muy mucho de incluir en su bibliografía ni una sola de las obras de aquellos unánimes hombres de letras que denigra. No vaya a ser que sus reflexiones hicieran flaquear la fe del creyente. Y como él no tiene de qué avergonzarse, nos anuncia que su libro "puede servir para sonrojo de algunos detractores del euskera que se reclaman de la izquierda o de la democracia, cuando comprueben que repiten argumentos de algunos antepasados de gloria dudosa". He aquí un genio contemporáneo al que la historia reservará una gloria segura. ¿Quién le ha dicho que la política lingüística nacionalista sea una causa democrática y de izquierda? ¿Dónde ha aprendido que la honestidad o malicia de las personas se dan en bloque y sin mezcla? Si la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, ¿será por fuerza falsa la opinión del malo y siempre verdadera la del bueno? ¿O, en fin, tendrá que desdecirse el señor Torrealdai cada vez que, por algún descuido imperdonable, emita un juicio coincidente con el mío? Sólo que nuestro hombre no está para encarar las cuestiones que su propia indigencia suscita: en su humildad, se limita a ofrecer "textos en estado puro". Tan puros y desnudos de todo contexto argumental que pudiera justificarlos, tan desprendidos de su momento histórico para ser debidamente interpretados, tan faltos de toda réplica razonada con la que medirlos..., como que no tienen más fin que reafirmar al lector en sus más absurdos prejuicios. En definitiva, tan clamorosa resulta al copista la sinrazón de esos discursos, que al parecer se desprestigian por sí solos y basta con ponerlos en la picota. Por lo que uno sabe, es lo que ha sucedido también cuando los textos más recientes vieron la luz: que sólo hallaron el insulto o el silencio como toda respuesta. Hoy la pureza de intenciones ("no se irán de rositas", recuerden) se expresa en la amenaza de depurar al discordante. Hay muchas causas, y muy hondas, de la regresión del euskera. Pero aun si, contra toda evidencia, el simplismo más interesado descargara sobre una política nacionalista del español la culpa única de esa minorización, de ello no se seguiría lo que este libro pretende inducir entre los fanáticos. ¿O es que la Historia admite marcha atrás para así borrar de ella lo que nos disguste? ¿Acaso habría que tomar cumplida venganza de los viejos agravios o, al menos, proclamar como deber público del gobierno y obligación privada del buen ciudadano la recuperación de la lengua perdida? ¿Se reparará la injusticia de ayer con la una injusticia mayor hoy? Pues el caso es que el pasado no se encuentra más que en la memoria de las personas presentes, así como tampoco dicta instrucciones políticas ni morales a este presente. Son los individuos actuales los que, desde su libertad para ordenar su presente y futuro, deben decidir con justas razones el lugar que ocupa el euskera entre sus reales necesidades personales y colectivas. Pensar lo contrario, como los criterios de este libro no se recatan en mostrar, es mucho más que un comprensible síntoma de melancolía o un error inofensivo. Es, sobre todo, un engaño que alimenta la contienda civil y contribuye a nuestro desastre.

Aurelio Arteta es catedrático de Ética y Filosofía de la UPV

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