Con Bergman e Imamura resucita el gran cine
Tierno, convincente y discutido filme de Roberto Benigni sobre el holocausto
Desde 1984, Ingmar Bergman no filmaba. Pero 12 años haciendo teatro y escribiendo bellísimos libros y guiones le abrieron las ganas de romper su aislamiento y, calladamente, con seis de sus actores y en formato casero de vídeo, acaba de consumar En presencia del clown , otro prodigio de sencillez y hondura que añadir a su gigantesca aportación al arte y al conocimiento de su tiempo, que sigue siendo éste . Otro maestro, el japonés Shohei Imamura, trajo ayer (también fuera de concurso) Doctor Akagi, sin duda su obra cumbre, una película perfecta, conmovedora, de esas que dejan ver, como la de su colega sueco, la inmensa sabiduría que se aprieta detrás de la mirada de un viejo capaz de asombrarse como un niño y de vivir la pasión de la solidaridad como un adolescente. El gran cine, el imperecedero, resucitó ayer aquí.
Los rechazos a La vida es bella comenzaron cuando Roberto Benigni la estrenó en Roma y cundió la especie de que el cómico italiano trivializaba el sagrado holocausto judío por los genocidas nazis. Ciertamente, Benigni ha hecho (es su condición) una película graciosa, pero en modo alguno trivial. La historia de un padre que, encerrado con su hijo en un campo de exterminio, le convence (para evitarle dolor) con todo tipo de maturrangas, algunas divertidísimas, de que lo que les está ocurriendo es un sueño, una mascarada, y que los alemanes no les van a gasear y convertir en jabón, sino que están fingiendo ser malos para jugar con ellos al escondite y a policías y ladrones; es un enfoque completamente serio, delicado e incluso humanísimo, del vidrioso asunto.Ayer los rechazos volvieron a sonar. Fueron injustos. La película no es excepcional, pero se ve muy bien, es libre y, sobre todo, honrada a carta cabal. Lo que parece que no soportan quienes se erigen en solemnes guardianes morales del holocausto es que su horror se universalice, sea cosa de todos y se contemple a través de las más variadas reacciones humanas, incluida la comicidad, lo que les convierte en dueños de una idea falsa, hipócrita y reaccionaria de la risa, una respuesta que, al menos en el cine, puede llegar a ser mucho más grave, comprometida y dura que la mismísima seriedad del drama o del documento.
Obsesiones
Risa, y profunda, hay en la terrible gravedad de En presencia del clown, donde Bergman reconstruye un personaje verídico del que nos dio cuenta en su hermoso libro La linterna mágica . Su tío Carl Akerblom, aquel inefable loco de atar que, en el manicomio de Upsala, inventó con otro loco, el médico Osvald Vojler, el cine hablado hacia la mitad de los años veinte, adelantándose así a su tiempo pese al estrepitoso fracaso de su máquina proyectora. El dúo que componen Börje Ahlstedt y Erland Josephson, en medio de otros cuatro intérpretes como ellos de pura escuela bergmaniana, es de los que dejan boquiabiertos a quienes entiendan un poco del arte de la actuación. Y la simplicidad de los encuadres y encadenados en que Bergman los captura es tan absoluta que la cámara parece no existir. Esto se debe a que la película está concebida como telefilme y su estilo ha de ser por fuerza muy primario: una ágil y transparente sucesión de primeros planos con escorzos referenciales que no compliquen demasiado la mirada al televidente.Pese a esta reducción a esqueleto de la composición y el ritmo, allí saltan de la pantalla, con precisión y agudeza de puntas de navajas, en total pureza, todas las obsesiones e ideas que Bergman viene desarrollando desde hace seis décadas y que ahora se agolpan, decantadas y despojadas de todo adorno, detrás de sus ojos, en el pozo sin fondo de su memoria, que a estas alturas de su vida es ya una crónica interior de la Europa del siglo XX. Es un privilegio ver a Bergman recordar y atar a su descenso a la muerte sus imágenes natales.
Otros lo habían hecho por él, filmando sus últimos guiones. Pero hay algo que este cineasta no puede delegar en su escritura: la cadencia inimitable de sus construcciones, la imperceptible fusión del tiempo real y el tiempo soñado, el fuerte lazo que une las representaciones de su idea de la cordura y la locura, y de ésta con el placer, y de éste con morir. Viejas cuestiones comunes, que a todos nos conciernen y que siguen siendo las únicas de que merece la pena hablar. Bergman, con sólo una mirada llana, pulveriza todas las retóricas de la falsa modernidad.
Y risa profunda hay también en la explosiva metáfora de guerra, sexo, violencia, amor, amistad y fraternidad con que Imamura nos ennoblece en Doctor Akagi, que es, con toda evidencia, su obra cumbre, superior incluso a la legendaria Balada de Narayama. El conocimiento del cine que despliega en este formidable filme es enciclopédico, y en él se entrevé la sombra viva de John Ford, su gran maestro, que fue precisamente quien mayor seriedad y gravedad extrajo del don de reír y de hacer reír, de moverse y movernos en las sombras alegres de la tragedia.
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