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¿Retorno al Reich guillermino?

Un amigo, buen conocedor de Berlín en los últimos 40 años, de su historia pasada y de su presente, me comentaba que la ciudad está recobrando, más allá de las apariencias neoweimerianas, su carácter guillermino. La caída del muro, la reunificación y la nueva capitalidad permiten borrar 40 años de comunismo y no recordar los 12 de nazismo para empalmar, ética y estéticamente, con la República de Weimar. Pero no faltan signos de que, como las piedras de una fachada mal revocada emergen bajo el yeso, lo que reaparece es el II Reich.La verdad es que no fue, en modo alguno, una mala época para Alemania ni para Europa, y ojalá que la cultura alemana volviera a alcanzar las cotas de aquellos días. Máxime si ahora Alemania, aun teniendo la mayor fuerza militar del continente, juega la carta de la potencia global civil; su tirón hacia el Este sigue las vías de la cooperación económica y comercial, si bien para reconstruir el mapa diseñado en Brest-Litvosk; y parece tener como máximo objetivo de su política exterior la integración europea.

Pero es, curiosamente, aquí donde el espíritu del Il Reich se hace más evidente. Y no porque los estrategas políticos de Bonn y pronto de Berlín regresen a las ideas pangermanistas de 1911, sino porque han logrado orientar a la Unión Europea hacia el modelo acuñado por Bismark, al menos, en tres aspectos fundamentales.

Primero, en una concepción de la Unión, nominalmente respetuosa de la estatalidad e identidad de sus miembros, pero progresivamente federal. Hace pocos días en Berlín, el propio canciller Kohl en un meditado discurso ante el pleno de la Comisión Trilateral, muy difundido en la televisión alemana, lo decía con conmovedora claridad. La unión monetaria es la vía regia hacia el federalismo que no significa centralismo -¡miren, si no, el ejemplo del federalismo alemán!-, antes bien, pleno respeto a la identidad de los diferentes países federados. Más aún, a los que dudan de si las diferentes identidades nacionales pueden cohabitar cómodamente en la unión de corte federal, el canciller les recordaba cómo quienes, bávaros o sajones de 1870, pudieron desconfiar de Prusia, pronto aprendieron a vivir juntos y con ella. Y el ejemplo debía ser acertado porque a nadie pareció ocurrírsele que si la Alemania de hoy puede ser muy semejante a la Prusia de ayer, Francia no es Wurtemberg, ni España Baviera, ni Gran Bretaña Hamburgo. Más aún, no faltan europeos que argumenten en pro del federalismo como medio para embridar a Alemania, igual que en 1870 hubo bávaros que pensaron en poder limitar mejor el poder de Prusia en el seno del Reich. ¡E incluso quisieron, adelantándose a la ingeniería constitucional europeísta de nuestros días, hacer rotatoria la presidencia federal!

Pero el paralelismo es aún mayor si se atiende a la resurrección del principio monárquico que caracterizó la estructura y aun los proyectos exteriores de la Alemania guillermina. En efecto, es bien sabido que el II Reich supuso la "unidad desde arriba". La unión pactada y decretada por los príncipes y sus Gobiernos, manteniendo cuidadosamente alejados a los pueblos respectivos. Pero ésa es precisamente la pauta actual de la integración europea, de la que si algo está ausente es la ciudadanía y la voluntad popular. La diferencia radica en que entonces el pueblo alemán era favorable a la unidad, mucho más que sus príncipes; mientras que hoy, según revelan todos los sondeos, los ciudadanos europeos son reluctantes hacia la integración, vehementemente querida por sus gobernantes.

¿Por qué, entonces, Bismark, como los gobernantes de hoy, desconfió del protagonismo popular y prefirió una federación de príncipes? Porque, de la misma manera que hizo de la unidad alemana un instrumento de la potencia prusiana, se sirvió del federalismo para fortalecer el principio monárquico, frente a los controles democráticos y parlamentarios. Es claro que aquí los paralelismos son múltiples y evidentes, pero limitémonos al último punto. Ciertamente que el principio monárquico ha resucitado hoy a favor de la banca central independiente. En efecto, el principio monárquico es nada más y nada menos que el reconocimiento de un órgano, independiente e irresponsable en su propia esfera de competencia, que no es absoluto, pero que, desde la cúspide del Estado, determina el ejercicio de los demás poderes. Y esto es, precisamente, la banca central independiente, responsable sólo ante la opinión pública, que, claro está, sólo ella misma puede interpretar y cuyas opciones económicas resultan determinantes del conjunto de la vida política. Las exigencias de la unión monetaria han sido claves para establecer y garantizar la independencia de la banca central en los diversos países de la Unión Europea. Pero el sistema europeo de bancos centrales será aún más independiente, puesto que su piedra angular, el nuevo Banco Central Europeo, no estará compensado ni por una inexistente opinión pública europea ni por un poder político responsable ante instancia democrática alguna.

Como en el Reich bismarkiano, las cosas importantes, que antes eran militares y hoy son monetarias, se sustraen a las presiones democráticas y se entregan a quienes dominan gracias al saber, esto es, a los burócratas. Cabe, incluso, preguntarse, si una vez comprobada la eficacia del modelo, el mismo principio monárquico, burocráticamente instrumentado, no puede extenderse a otras parcelas, como el presupuesto, la reforma del Estado de bienestar, la seguridad interior y exterior y cualquier otra política verdaderamente importante.

A la política y otras literaturas se opone así la "objetividad de lo real", que Thomas Mann propugnaba en 1918 como carácter de la Kultur alemana frente a la Zivilization liberal y democrática.

¡Cuánto tiempo perdido para volver a los orígenes!

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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