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Tribuna
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Bailarines políticos

Un personaje de La lentitud (Tusquets, 1995) sostiene que todos los políticos son un poco bailarines y que todos los bailarines tienen algo de políticos. Pero, mientras que el político desea el poder, el bailarín únicamente anhela la gloria: no pretende transformar el mundo, sino sólo ocupar el escenario para irradiar su yo. El bailarín metido en política rechazará de forma ostensible las negociaciones secretas por deshonestas, hipócritas y sucias: dará a conocer públicamente sus propuestas desde una tarima y convocará a los espectadores para seguirle. El bailarín-político quedará amparado por la luz de los focos incluso si fracasa; peor suerte correrán, en cambio, quienes hayan seguido sus pasos: el bailarín jamás cederá a la tentación sentimental de culpabilizarse por sus desgracias, pues sabe que una noble causa vale más que la vida de cualquier persona. La ministra Palacio bien hubiera podido servir de modelo para la teoría de la divertida novela de Milan Kundera. Durante varios meses no sólo invadió los informativos de Televisión, las páginas de los periódicos y los espacios de la radio para presumir de heróica defensora del aceite español, sino que también encabezó -o tal vez provocó estruendosas movilizaciones de olivareros para presionar al lejano Colegio de Comisarlos de la Unión Europea. Desdeñando la paciente y callada labor negociadora con las autoridades de Bruselas y con los demás socios europeos (especialmente Italia y Grecia), la ministra Palacio resolvió cambiar el aburrido papel de titular de la cartera de Agricultura por el divertido número de agitadora de masas. Al igual que otros dirigentes del PP que convivieron pacíficamente con el franquismo, se diría que la ministra Palacio pretende colmar los huecos de rebeldía juvenil visibles en su conformista biografía política con una extemporánea pasión por las manifestaciones callejeras. La política de imagen de la ministra de Agricultura oxidó los delicados mecanismos de la política comunitaria y sembró peligrosas semillas de xenofobia y antieuropeísmo en la sociedad española; la figura del comisario Franz Fischler, miembro del PP austríaco, fue ridiculizada y vejada ante su propia presencia. La semana pasada ese huero monumento a la vanidad política y la demagogia populista se vino abajo con estrépito: el Colegio de Comisarios de la Unión Europea aprobó un régimen de subvenciones al aceite que perjudica al olivar español, pero que respeta los intereses de Italia y Grecia, eficaces negociadores del acuerdo. Los dirigentes del PP, incluida la ministra Palacio, han venido descargando desde hace años sobre los socialistas una doble y contradictoria descalificación a cuenta de las relaciones de España con la Unión Europea: por vendepatrias (que negociaron en 1986 deficientemente el ingreso en la comunidad) y por pedigüeños (que limosnearon después mayores aportaciones de fondos estructurales y de cohesión). El episodio de la fracasada negociación del aceite devuelve ahora esos crueles epítetos al PP. El obcecado empeño de los periodistas intrépidos por forzar la dimisión de cargos públicos indóciles a sus órdenes es tan deplorable como el numantino aferramiento a sus puestos de políticos que prometen a los electores el reino de Jauja y les dejan después a la intemperie. En esa sociedad civil que los publicistas del PP adoptan como ideal normativo, las cosas son más sencillas: el directivo de una empresa privada tan incompetente y arrogante en su gestión como la ministra de Agricultura que hubiese causado a los accionistas de su compañía pérdidas comparables a las sufridas por los olivareros españoles no habría conservado mucho tiempo su puesto. Si el Consejo de Ministros de Agricultura de la Unión Europea. ratificase Finalmente la resolución sobre el aceite ya adoptada por el Colegio de Comisarios, ¿convocará el presidente Aznar una huelga general campesina o despedirá simplemente del gabinete a la responsable del desastre olivarero?

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